por Markel Hernández Pérez
Frente a la gran tragedia de Semana Santa de este año, hablo del incendio de la torre de la catedral de Notre Dame de París y no del incendio de la mezquita Al-Aqsa de Jerusalén, ambas ocurridas durante la noche del 15 de abril, sucedió un descubrimiento evidente: nada perdura (por completo) para siempre. Todo fallece, incluso lo preciado: cayó (una parte de) un símbolo nacional y, especialmente, europeo. Por supuesto, como no podía ser de otra forma, en pocas horas se llegó a recaudar el dinero más que suficiente para devolverle a la catedral su torre preciada (nada menos que 700 millones de euros).
Días después, navegando en Twitter, que no deja de ser una gran red compleja de nodos donde convergen, como en un foro infinito y virtual, usuarios errantes, cuando entré en la cuenta de Vicente Monroy, escritor además de arquitecto, donde encontré el siguiente tweet:

Entre las numerosas propuestas recibidas por el estado francés, a quien pertenece la antigüedad del edificio, para la reconstrucción de la torre, el arquitecto francés Mathieu Lehanneur propone restaurar la torre de Notre Dame tal y como fue durante el incendio. Una resolución desde luego original, que se separa de los tradicionalistas, quienes defienden una nueva torre como lo era la antigua (los más apoyados), y los innovadores, entre cuyas sugerencias estaba la creación de un techo y una aguja de cristal para Nuestra Señora. Lehanneur se atreve, lanza su grito a un vacío en el que resonará sin que nadie lo perciba: aunar pasado y presente, recoger el accidente e inmortalizarlo, crear un futuro desde la ceniza.
A pesar de que la respuesta de Lehanneur haya sido desechada, la imagen queda creada, algo que invita a pensar a quienquiera dejar sus ojos abiertos. El símbolo Francia, el resto que la historia dejó, el residuo de una tradición afectada por el presente. La arquitectura del incendio pretendía sin duda no mirar hacia el pasado, sino partir del presente.
Agustín Fernández Mallo en su último libro publicado, Teoría general de la basura, escribe: “Buena parte de la noción misma de Occidente y la construcción del concepto de Europa y de ‘ser europeo’, se fundamenta en una suma de relatos articulados en la nunca admitida utilización –o mejor dicho, reutilización– de los residuos y aparentes desperdicios de otras culturas”; concluye: “somos traficantes de residuos”.
Los objetos culturales que hemos heredado de la historia los tratamos como basura, sin considerarlos, por ello tenemos derecho a apropiarnos de ello, es lo que hacemos: es imposible crear sin partir de los residuos del pasado. Escribir es evocar todo lo que antes que tú se ha escrito.
La escritura, ahora hablo sobre la mía, nace a partir del residuo que ha llegado hasta ahora (Notre Dame): incluir el presente (el incendio) para dejarlo flotar en el futuro.
Hilar a través de las palabras tiene como objetivo replantear la forma y el origen, ofrecer una perspectiva insólita que cuestione el paradigma aceptado, al igual que la ensoñación de Lehanneur. Aquí la aguja del edificio es el lenguaje, no se puede seguir escribiendo sin considerar la palabra: escribo buscando un verso que signifique, o que cada palabra tenga un sentido que antes no contenía, cuestionar la ortografía, donde empieza y dónde acaba el poema, la narración, lo dramático, qué es cada cosa. Una voz es muchas voces, como cada núcleo ígneo de un incendio que se ramifica en nuevos fuegos. Después de la hoguera yace la ceniza, hay que recogerla y recordarla y con ella reconstruir.

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