por Miranda Martínez Santiago

 

 

El término performance como categoría artística se aplica para la puesta en escena o representación de una acción –artística o estética- durativa. Esta definición que proponemos, aunque pueda resultar vaga, apunta dos aspectos esenciales de la performance: en primer lugar, su carácter temporal, que hace de ella una obra-evento contraponiéndola a la obra-monumento, en que la categoría pertinente es la de “espacio” pero donde la de “tiempo” resulta irrelevante, en tanto que la obra-monumento es el resultado de un proceso y no éste en su transcurso o desarrollo.

    En segundo lugar, la definición apunta a su carácter de acción representada; esto es, de recreación de una acción delimitada claramente en el campo de la ficción, de la simulación o la creación. En este sentido, su estatuto artístico permite deslindarla y entenderla precisamente como “representación” o -en al menos algunos sentidos-, como ficcionalización.

     Pues bien, en nuestra sociedad contemporánea, la performance– tal y como la hemos definido, en base a su primera acepción- adquiere un sentido distinto desde el momento en que el arte deja de pertenecer a un espacio específico y se desborda y democratiza rompiendo las fronteras que permitían interpretar el arte artísticamente; es decir, que permitían interpretar la obra como “representación” partiendo de su estatuto artístico. Cuando esto ocurre, la realidad queda minada por brotes de simulaciones con las que está obligada a convivir sufriendo un constante proceso de contaminación mutua. Es entonces cuando la performance1deja de pertenecer únicamente al ámbito del arte y deviene performance2, que ya no es sino actitud vital o, lo que es más importante, estrategia de supervivencia y de autoafirmación individual.

     Así, Ter definiría la performance2 como la canalización y exteriorización de un sentimiento único y carente de matices hacia su máxima expresión, que se asume con total asertividad y compromiso aparentes. De este modo, estaríamos ante una actitud sustentada en un sentimiento “procesado”, que pasaría por las siguientes fases: selección, exteriorización e hiperbolización. La selección del sentimiento a exhibir –la materia prima- es una acción que comporta otras dos: fractura y aislamiento (en tanto que este sentimiento, en su estado natural, convive y se engarza con otros formando la realidad compleja de la personalidad y, al ser seleccionado consciente y artificialmente por el sujeto, queda dislocado y aislado del resto de su yo). A continuación, se procede a la exteriorización y hiperbolización del sentimiento en cuestión, de modo que queda enajenado y distanciado respecto al yo real, en tanto que ya no forma parte de él, sino que ha sido deformado y sacado: el sujeto se ha objetivado creando una fractura entre su yo interno y su yo externo, y de este espacio intersticial abierto surge el objeto, la cosificación del yo, que no es sino su ficcionalización, una creación o impostura.

     Entonces ¿Cuál es el carácter (real/irreal) de esta impostura? ¿Es deshonesta la performance? Como hemos señalado, la performance aparenta un compromiso consigo misma: no admite matices de ni ningún tipo ni ninguna contradicción susceptible de desmontarla, porque esto implicaría develarla, descubrir el mecanismo del sortilegio, cuestionar su valor de verdad, pues su máxima aspiración es mantener su apariencia de verdad para salvaguardar el principio de identidad por el cual las representaciones o las ficciones son copia perfecta de la realidad.

     Es el mismo problema del signo y el lenguaje: el hablante debe usar el lenguaje como si cada significante encerrara exactamente su significado, como si cada palabra fuera un molde perfectamente medido para contener su referente; cuando el hablante titubea, cuando el hablante zozobra, el código lingüístico se desmorona; los hablantes no se entienden y se pierden en infinitas cadenas de matizaciones donde cada adjetivo es la prueba de la ineficacia expresiva del sustantivo y de su incapacidad para valerse por sí mismo. Cuando el lenguaje es ineficaz y no puede referir a la realidad, crea: la ausencia de principio de identidad abre paso a la creación de nuevas realidades (o, dicho de otro modo, de mentiras). Así, la enajenación de un sentimiento, por muy profundo que sea el recoveco del que se haya desentrañado, y su dramatización, incurren en una ficción.

     Pero ¿acaso esta ficción no resulta más real que la propia realidad? Los replicantes son más humanos que los humanos, K-Joe (Ryan Gosling en Blade Runner 2049) quiere ser humano y acaba siéndolo de facto: la esencia, ahora, precede a la existencia, los individuos necesitan autoafirmarse a través de la impostura para lograr convertirse en lo que son/sienten que son/quieren ser. Nadie sabe cuándo el otro es él mismo o su avatar: ¿acaso nuestro avatar no revela verdaderamente nuestra esencia? Pongamos un ejemplo práctico: Un hombre retraído, inocente y timorato en la vida real es un troll en las redes que utiliza un perfil de twitter para intimidar sexualmente a jóvenes y para acosar a otros usuarios. ¿Qué cara es más real? ¿La cara que muestra coaccionado por las normas de convivencia sociales o la cara que muestra cuando tiene total impunidad para desplegar su subjetividad?

     De ahí que el estatuto de la performance no sea real ni irreal: entraña una realidad suspendida o, lo que es lo mismo: es real hasta que se demuestre lo contrario. Esta (pos)verdad es tan virtual como Eurídice: si Orfeo se gira tras de sí para comprobar que su amada le sigue, ella desaparece y regresa al inframundo. Pero si no se gira no puede comprobar que efectivamente esta le sigue. La única solución para mantener a Eurídice y a la verdad con vida es confiar en su existencia, pues cualquier mirada crítica puede hacer que se desvanezca.  De esta manera, ante la posibilidad dual, prevalece la impostura.

     Así, según Baudrillard, los simulacros ocultan que la realidad ya no es realidad para salvaguardar el principio de identidad. En esta línea podríamos afirmar que existe la ficción para ocultar que la realidad es una ficción, un constructo, un signo opaco. El tópico del “teatro como mundo” existe para ocultar que el mundo es un teatro.

     Y esto no es casual: se trata de un topos que durante el siglo XVII estuvo vigorosamente arraigado al imaginario colectivo, ya que en este momento los espacios de representación dramática no son siempre teatros fijos ni cumplen esta función de forma única y específica, sino que son espacios públicos de la ciudad: retablos, jardines, plazas públicas… el mundo es el gran escenario de las comedias; en los espacios continentes confluyen y se confunden los contenidos de realidad y ficción: ambas tienen lugar entre los mismos márgenes y se imitan mutuamente. Todos los rituales y actos públicos adquieren dramaticidad o bien ya poseen ese germen primigenio vinculado con lo dramático desde sus orígenes como fiesta o rito. Así es como se produce este fenómeno barroco (y neobarroco) tan significativo de “desbordamiento de lo teatral” (Orozco 1969: 172, 213-216), de proyección del teatro hacia la concepción de la vida: el vivir es una representación y el mundo es un teatro.

     Pero será a partir de este momento cuando empiecen a desarrollarse espacios arquitectónicos específicos para el teatro, en un afán humano por delimitar la ficción y separarla de la realidad, proceso que, como ya hemos señalado, se invierte en nuestro tiempo –neobarroco-, como una vuelta del estadio del teatro al carnaval originario de los tiempos. Y no es baladí esto del carnaval: no ha habido tanta afición por el disfraz como en nuestra época, donde cualquier evento y ocasión –unas fiestas de la facultad, por ejemplo- se convierten en una excusa para adoptar una máscara, para recurrir a la performance. En este sentido, cabe mencionar el fenómeno del cosplay como algo tremendamente apegado a esta idea del simulacro cada vez más generalizado, alcanzando cualquier resquicio de la realidad y haciéndose pasar por ella.

     Es entonces cuando nos encontramos con discursos y obras que ponen de relieve la idea de que la verdad reside no ya en el sujeto sino en su avatar, y para ello ignoran o anulan la frontera entre el yo y el yo lírico, entre el jugador y el personaje.

     Es el caso Undertale, un juego desarrollado por Toby Fox: “Tiempo atrás, dos razas reinaban sobre la Tierra: Los Humanos y los Monstruos. Un día, una guerra estalló entre las dos razas y tras una larga serie de batallas, los humanos salieron victoriosos. Y como castigo, los mejores y más grandes magos humanos sellaron a los monstruos bajo tierra en el Subsuelo con una barrera mágica.

     Varios años después de la guerra, en el 201X, un infante escaló el Monte Ebott por razones desconocidas. Las leyendas dicen que quienes escalan el Monte, nunca regresan. El protagonista descubre una enorme abertura en la montaña y cae dentro de la cueva. Empezando así su larga historia en el Subsuelo…”

     A partir de entonces, en su viaje de regreso a la Superficie, el jugador adopta el avatar de este niño humano que deberá interactuar con distintos monstruos, principalmente a través del sistema de combate; este deberá navegar a través de mini-ataques bullet hell del adversario, y puede optar por pacificar o someter a los monstruos con el fin de perdonarlos o asesinarlos. Estas opciones afectan a la jugabilidad, los diálogos, los personajes y la historia, cambiando en función de los resultados y dando lugar a tres rutas: Pacifista (no se mata a ningún monstruo), neutral (se mata al menos un monstruo) y genocida (se aniquila a todos). Cada ruta dirige a un final distinto. Lo que nos interesa de este juego en relación con la performance son sus recursos para hacer de la experiencia del personaje una experiencia del jugador: sus acciones tienen relevancia, otros personajes le hacen sufrir las consecuencias de haber elegido una ruta neutral o genocida e incluso algunos monstruos “recuerdan” partidas anteriormente jugadas en que sí se ha elegido una ruta que implica muerte: se trata de juegos que quiebran el hechizo performático y escinden jugador de personaje; juegos que cuestionan su propia ficcionalidad en lugar de incidir en ella advirtiendo al lector de su irrealidad: durante mucho tiempo la literatura y la ficción han gustado de reflejarse en sí mismas para alertar al lector de los peligros de confundir literatura y realidad. Quizá Cervantes quiso pronosticar la llegada de la era de la simulación, previniendo al lector de no ir por ahí destrozando retablos sugestionado por el embrujo de la ficción.

    Hoy ya no estamos tan seguros de poder mantener una escisión clara y total entre el yo y el yo lírico, entre el individuo y su máscara; hoy esa máscara, ese avatar, se ha convertido en lo real, en el verdadero individuo: la única manera que tiene el individuo de jure de convertirse en individuo de facto es a través de la performance. Las estrategias de individualización sólo son efectivas en el ámbito de la performance, pues fuera de ella, el individuo no es libre, y su identidad queda constreñida, delimitada, construida, por condicionantes sociales.  

     ¿Y si el simulacro fuera la única salida? ¿La única forma de ejercer la libertad individual frente a las imposiciones y coacciones colectivas? Ante la imposibilidad de una gran utopía colectiva, la única solución parece la heterotopía, la autoafirmación individual a través del logro de una esencia premeditada: la existencia precedía a la esencia. Pero cuando la existencia no puede realizarse de facto con plena libertad en sociedad, la única manera de ser aquello que no se es, es impostándolo. En El beso de la mujer araña Puig problematiza esta cuestión.

     El espacio en que se desarrolla la relación entre Valentín (un guerrillero) y Luis Molina (una loca que quiere ser mujer), compañeros de celda, es el espacio coercitivo por antonomasia; no obstante, este espacio carcelario es inusual: no hay vigilancia, sino tan sólo un espacio cerrado que imposibilita el contacto con la realidad exterior y con la sociedad. Este es su aspecto fundamental: el aislamiento; pero este es ambivalente, en tanto que impide la consecución de la utopía colectiva pero no la utopía individual, que de hecho favorece: al situarse al margen y abrigo de la sociedad, dentro del espacio carcelario los personajes pueden desprenderse de coerciones sociales y ejercer su propia libertad individual, amándose y manteniendo una relación erótico-afectiva heterodoxa, autoafirmándose como individuos, ya que no han de cumplir con las expectativas sociales. Así, este espacio genera de forma ambivalente y paradójica un topos de libertad donde los individuos pueden asumir con libertad su identidad performática; donde pueden escaparse mediante la fantasía y la narración de historias: 

— No, en serio, está bien, es cierto que acá te podés llegar a volver loco, pero te podés volver loco no sólo desesperándote… sino también alienándote, como hacés vos. Ese modo tuyo de pensar en cosas lindas, como decís, puede ser peligroso. (VALENTÍN)

— ¿Por qué?, no es cierto. (MOLINA)

— Puede ser un vicio escaparse así de la realidad, es como una droga. Porque escúchame, tu realidad, tu realidad no es solamente esta celda. (VALENTÍN)

     Valentín, que escucha cada día las películas narradas por Molina con que ambos personajes se evaden, habla de este hábito como alienación, y no puede ser más significativo: la alienación implica una dislocación del individuo, que se sale de sí mismo, se enajena, se hace “otro” literalmente: es el escape mediante la máscara o la performance. Valentín rechaza la alineación mediante la ficción porque él, como revolucionario, cree en una libertad colectiva, en una salvación política:

— Eso nunca. Si vas a pensar así nunca vas a poder cambiar nada en el mundo. (VALENTÍN)

— ¿Y vos te creés que vas a cambiar el mundo? (MOLINA)

     Molina no cree en la utopía del cambio, y por eso recurre a utopías y logros intersticiales e individuales, como una cárcel, que le permite ser libre eróticamente, identitariamente, y salvarse mediante la autoafirmación en la ficción y mediante la impostura o simulación de una esencia de género femenino, que quiere lograr para su existencia. Sólo mediante la ficción podrá convertirse finalmente, de facto, en la heroína de la película.

     Si el lenguaje y la realidad han perdido su estatuto de realidad, si el sujeto es incapaz de llegar a conocer el objeto, ¿por qué intentarlo? En vez de aprehender la realidad, de asirla, y que este intento vano acabe tergiversándola abriendo un espacio intersticial, provoquemos esta “fractura” deliberadamente; si el sujeto se cuartea y adopta una identidad impostada, una esencia a cumplir, el sujeto queda fracturado y emerge el simulacro, la ficción, la impostura, la máscara: volvamos al carnaval, al reflejo, al menos hasta que éste se desvanezca en el aire.

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