El apóstata titubea (o se hace titubear): es un trilero sin una bola que ofrecer

El apóstata se niega a abrazar la boya, a pesar de irse mar adentro

por Jorge Arroita

Si hay alguna figura natural que es capaz de representar la perfección, la estabilidad y la armonía desde los ojos del ser humano, ella es la esfera. Podemos encontrar múltiples y diversas razones para explicar dicho fenómeno, desde las más básicas hasta las más complejas, desde las más antropológicas a las más culturales. Podría equipararse la forma esférica con la de los astros y planetas, ejemplos cósmicos de divinidad y perfección que transportan inminentemente hasta la música celeste de los astros pitagóricos[1]. O también podríamos estar hablando de pompas de jabón, o de cuando te haces un ovillo fetal en la cama para no pasar frío, pues la esfera es el cuerpo sólido más compacto, que tiene la menor área superficial para un volumen dado, siendo así la mejor estructura para la conservación de la energía, aquello que toda sustancia siempre ha buscado desesperadamente en el universo, no llegándolo a conseguir nunca. O de que la falta de lados y aristas genera una apariencia de uniformidad, consistencia y regularidad, encarnando un mayor grado de belleza en cuanto patrones estéticos que superan las barreras políticas o culturales… En retrospectiva, podría decirse que la esfera suele ser un símbolo material de conceptos abstractos como armonía y equilibrio, y por tanto, también de otros como seguridad y definición: es la hipóstasis de las verdades absolutas y las concepciones dogmáticas, aquello que menos aporta vacilación y más se acerca a la perfección.

Escher, Spheres II: “De la esfera y el trile”.

Pero el ser humano y su conocimiento no son perfectos ni pueden aspirar a serlo, pues todo intento de alcanzar tal valor sería un estrepitoso fracaso y una nueva involución, al no haber sido capaces de diagnosticarnos a nosotros mismos como seres inherentemente imperfectos: y no se puede combatir contra algo respecto a lo que fallas en su comprensión, menos aún si es contra tu propia naturaleza. En mis dos citas iniciales, tal concepción esférica es la que quieren simbolizar la “bola” y la “boya”. La primera significa el final de juego y la definición: la obtención de la respuesta fija y absoluta que se trataba de encontrar en un juego de trile. La segunda representa la seguridad inamovible, aunque también anquilosante, que transmite una boya sobre la que reposar en medio de la mar nocturna (metáfora de la gran maraña ontológica), encima de la cual tienes la certidumbre de que ningún depredador acuático te va a devorar, o de que ningún monstruo lovecraftiano (o cualquier cosa que sea uno capaz de imaginar) te va a arrastrar hasta el tenebroso fondo marino, actuando como la manta que te pones por encima en la oscuridad de tu habitación, con la completa certeza de que esta te protegerá de cualquier mal[2].

En el otro extremo, estaría el trile, la zozobra y el titubeo, metáforas paralelas (aunque no equivalentes) del relativismo y el contraste epistemológico. Y es por ello que me encuentro más en sintonía con los estepicursores que con las esferas normativas, ya que su única razón esencial es la de componer su ser en cuanto a su propio camino, aglutinando una suerte de “bola” en su amalgama, y recordándonos que el mundo es un conglomerado inescindible de causas y consecuencias, o que la estructura circular es recursiva, y que todo siempre tiene la alta potencialidad de repetirse en función de los mismos patrones… Y es por ello que defiendo el juego del trile o el náufrago nado en el mar, en conexión con el absurdismo de Camus frente a la maraña ontológica, como reversión positiva de la existencia designificada. “Verdades hay muchas, pero tu mentira siempre es solo una”. Creemos lo que decidimos creer, construyendo el significado de un libro, el sentido del universo, o incluso nuestra propia identidad: es algo casi antropológico, que permea toda visión que tenemos de la realidad. Mas no tendría sentido confiar, sin indicios que lo insinúen, en que la existencia tiene una razón de ser, o en que existe una verdad absoluta del mundo en la que creer, o por demostrar. Entender y aceptar la falta de significado es un problema y una gran dificultad, cuando el ser humano siempre ha existido con el propósito de buscarlo.

Desconocido, Desconocida: «La búsqueda del significado».

La precedente imagen es para mí una alegoría perfecta de lo que implica el paradigma clásico del conocimiento humano, como un relato condensado de nuestra historia cultural: “Un hombre se ubica de espaldas a nosotros, decidido a enfrentarse al laberinto que tiene delante y finalmente señalando a lo que identifica claramente como su centro. Está seguro. Todos los libros que lleva bajo el brazo y que se encuentran en el suelo que pisa se lo han dicho, tras el incontable tiempo de su estudio. Pero en cambio, su sombra no acierta en ese centro que él concibe, perdiéndose siempre entre los muros del laberinto. Y encima suyo y del propio rompecabezas, en otro lejano nivel de significación, se encuentra el astro de la Melancolía de Durero, con forma de esfera uniforme: levitando e inmutable en su perfección; mientras que a ras de suelo, paralela a él tanto como a sus libros, se encuentra la piedra romboédrica de la susodicha Melancolía: tosca, imperfecta e irregular… Toda la escena se observa dentro de un marco cuadriculado, como si fuera un cuadro o una función: y el hombre sigue contento en su retablo, seguro de haber dado con la solución”.

En consecuencia, tiene sentido pensar que la verdad absoluta es inaprehensible, en amplio espectro. Solo que, situándonos ante la proposición lingüística que enuncia que “toda verdad es relativa”, precisamente estamos cayendo en una paradoja epistemológica, pues para que toda verdad fuera relativa, la propia proposición enunciadora debería ser absoluta, y entonces, toda verdad no sería relativa. Por lo tanto, debe haber verdades absolutas en el corpus de lo real, aunque sea dentro de todo este gaseoso relativismo posmoderno. Sin embargo, a mi buen ver, diría que no tiene tanto que ver con la existencia de tal o tales verdades, sino más bien con respecto al grado de aserción que tiene el ser humano en cuanto a ellas, es decir, la seguridad en su condición de verdad, muy en relación con su capacidad de argumentarlas como tal. La anterior paradoja podría decirse que es de “cierto estilo gödeliano”, matemático autor de los Teoremas de incompletitud, tesis en la cual me apoyaré desde una visión no excesivamente específica, más con respecto a su repercusión filosófica, en lugar de a sus demostraciones matemáticas.

Gödel, en resumen, enuncia una serie de proposiciones matemáticas que contienen la evidencia de una síntesis que sería la siguiente proposición lingüística: “todo sistema consistente es incompleto; todo sistema completo es inconsistente”. De modo que, aunque se compruebe una tesis mediante la repetida experiencia y sea coherente su carácter de verdad, nunca será definitivamente demostrable, ya que nunca tendremos un último fenómeno o un último valor final por calcular, al extenderse la comprobación hasta el infinito del tiempo, y el consecuente fondo negro por nunca desvelar. Esto quiere decir que toda realidad incurre en la imposibilidad del conocimiento, que todo sistema autorreferencial (tanto el texto, como la vida o el universo) es carente de una consistencia completa y racional: quizá es que no existen las esferas perfectas, y siempre nos las hemos imaginado en nuestra locura. No hay una bola definitiva que encontrar entre los vasos, ni la respuesta final en la gran cifra o el destino divino, y ni siquiera basta la seguridad de una estática boya en la mar nocturna. La única verdad es la imposibilidad de la demostración íntegra de la verdad incondicional, y ni siquiera ella es demostrable; deduciéndose además de tal resolución, el lacerante hecho de que ni siquiera somos ni seremos capaces de llegar a conocernos a nosotros mismos…

Ante tal paradigma, prefiero optar por la opción de bracear a voluntad en el turbulento mar, tratando de encontrar mi mejor corriente en esa incertidumbre epistemológica. Trato de postular, pues, una asunción o defensa del trile y el nado, como principios tanto éticos como estéticos. Esto implica una preferencia por el camino, en lugar de por la meta; por los contrastes, en lugar de por las unicidades; por la indeterminación, en lugar de por la verdad; por las redes, en lugar de por las rectas; por el ludismo y el desarrollo, en lugar de por la teleología y el alegato. Desactualizando así el sentido definitorio o trascendente de toda práctica, anulando la victoria o la derrota en favor del juego en y por sí mismo. En conclusión, un ludismo por el ludismo, que no recae en lo banal, sino en comprender que la respuesta se encuentra en el aprendizaje del camino, que no es otra cosa que tratar de aprender a mirar, aunque quizá no se consiga nunca: “Quizá el ser humano debe ser ciego, para tratar de aprender a mirar; o es que tal vez debemos aprender a mirar, para darnos cuenta de que somos ciegos”.

Hablando de estilo, por ello es que escojo un cierto “barroquismo”, significante utilizado para expresar esa primacía del contraste y la proliferación, del zigzagueo y la zozobra, de las ruinas y las redes, elementos que permiten establecer diversos caminos dentro el tejido del texto, diferentes estratos de lectura y comprensión para tratar de proyectar esa dispersión epistemológica que quiere renegar de todo significado que se presente como unívoca verdad. Es una exaltación aparente del caos y la incoherencia, que son en realidad una críptica entropía compuesta por redes y construcciones contrastivas. “El caos es un orden, aún por descifrar”. Con ello, el objetivo es alejarse del focalismo centrípeto buscando una dispersión armónica[3] de miradas periféricas, para así construir, de acuerdo a estos “estratos de lectura o significación”, un polisistema perspectivista en el que cada mirada tiene su propio orden y sentido, pero que choca con el del resto; componiendo así, entre los significados de todas ellas y su correcta decodificación, un cuadro completo que se adscribe a estos valores ya comentados, y que no creo que pueda tener mejor representación que la estampa de Escher denominada Relatividad:

Magritte, El imperio de las luces: «Diferentes estratos de lectura/significación».
Escher, Relatividad: «Contraste de perspectivas».

Para apuntar hacia el susodicho objetivo, hacia una literatura capaz de encontrar la armonía en la zozobra, capaz de titubear y no ofrecer respuestas totales, esbozo la figura del “narrador como trilero”. Este es aquel que quiere jugar con su interlocutor a ver dónde se encuentra la bola entre los diversos escondites, pero no teniendo ninguna solución, en realidad: tan solo prefiere alternar entre la multiplicidad de posibles respuestas y el juego por el juego, que al final es la práctica de pensar y observar. Esta figura puede tener un parecido inesquivable con el narrador poco fiable, pero no es que posea un nivel gnoseológico reducido o quiera mentir deliberadamente a su narratario, sino que simplemente se niega a darle una respuesta fija y absoluta, porque sabe que esa es su perdición y su condena[4] (representada, por ejemplo, en una armonía entre epifonemas martilladores y adverbios de duda). Apunta hacia una “estética de la digresión” y una “ética de la dispersión”, no debiendo ser nunca un gurú, sino un tahúr o prestidigitador (“y únicamente del viento de la Palabra”), que titubea, o se hace titubear, o al menos aparenta hacerlo… Ya que, logrando el “titubeo” por parte de la figura de autoridad, este provoca un consecuente “titubeo” en su receptor, que debiera llegar a “zozobra” siempre que pueda, pues esta no solo implica “contraste”, sino también “convulsión”. Además, el autor como narrador logra así “autodesacralizarse” y establecer una vía bilateral y más equiparada, en lugar de la unilateralidad del escritor teleológico que tiene una tesis total o una visión del mundo que comunicar, incluso que imponer.

Para ello, no quiero optar por una polifonía, como es habitualmente entendida (multiplicidad de voces diferentes), sino por una estética en forma de “esquizofrenia de la máscara[5], que no implica diversidad de voces, sino una única voz, pero cambiante y contrastiva, en torno a destellos y digresiones discursivas: que zozobra ella misma como un navío tempestuoso en su propia contradicción ontológica, produciendo sensaciones parejas en su interlocutor. No múltiples caras, sino una sola; y no una sola máscara, sino múltiples, que van mutando sobre el mismo rostro. Disparando sobre la pared como una ametralladora en vez de un francotirador, prefiriendo la dispersión antes que el punto de fuga: actuando como un caleidoscopio. La idea de fondo es algo similar a lo que ocurre en el experimento de la doble rendija, el cual demuestra que las partículas cuánticas tienen una existencia múltiple, o más bien, indeterminada (es el clásico ejemplo del Gato de Schrödinger, y del principio de indeterminación de Heisenberg) en el espacio para un mismo instante de tiempo, y esta solo muestra una localización exacta cuando la forzamos a definirse a causa un detector (eso sí, estando generalmente en los diferentes lugares donde sus propiedades indican que tiene más probabilidad de ser encontrada). Todo ello induce a pensar que entendemos un sistema de acuerdo a las variables que introducimos en él, o dependiendo de si lo forzamos a que se muestre de cierta manera. Por lo que, solo si vamos modificando las variables de entrada en un sistema conocido y las contrastamos con las respuestas ofrecidas, o en su defecto reprogramamos sus ajustes internos, podemos llegar a darnos cuenta de que tal sistema es diferente, o más bien de que no es “solo uno”, sino que tiene varias caras y diversos significados, en función del contexto y los valores que lo afectan.

Expresada esta red de conceptos, es de recalcar que no quiero concebirlos tan solo como parte de una estética personal a exponer, sino que quisiera que se entendieran también como una forma en sí misma de observar la realidad, la cual creo que además tiene mucho que ver con nuestra era actual. Para sostener esta perspectiva, introduciré lo que considero como algunas de las variables esenciales de nuestro tiempo y las nuevas generaciones del siglo XXI, tan afectadas por el mundo hiperglobalizado e internet como fenómeno infraestructural que permea todo aspecto vital de hoy en día:

1. Frenetismo: Problema de vivir, leer y observar todo demasiado rápido, estando el mejor ejemplo en hacer el típico scroll informativo en las redes sociales, la barra de Google o las noticias de los periódicos digitales.

2. Diversidad excesiva de la información: Internet siendo capaz de actuar como un oráculo (parece que dicen la verdad, pero las profecías terminan siendo decisivamente engañosas), pensando que tenemos en él las respuestas de todo, y en su lugar terminamos deturpándolas, escogiendo solo una vía parcial o falseada entre tantas comunicaciones, o colapsando por exceso de respuestas (en el polo opuesto), al producirse una infinitud de variables de salida al introducir cualquiera de entrada, es decir, produciéndose una excesiva dispersión de la información.

3. “Comunicación mediante titulares: Parquedad de las palabras (Twitter como mejor ejemplo), la información llega mediante pulsiones rápidas pero muy potentes, importando más la primera lectura o impresión y el factor emocional que la información verdaderamente analizada y procesada, produciéndose sesgos cognitivos como el conocido “efecto ancla”[6].

4. Era de la imagen: La información se ha transmedializado en exceso, llegando hasta lo que es casi una comunicación mediante imágenes (memes, Instagram…), en lugar de textos, vídeos o audios, que son más largos de observar o escuchar, lo que provoca parte de ese frenetismo que impide pensar despacio y sosegar las reflexiones o la producción de relaciones, al igual que cuesta mucho más leer un libro o una noticia entera punto por punto, potenciándose así el fenómeno anterior.

5. Comercialización de todo aspecto de vida: La exageración del capitalismo hasta el neoliberalismo más voraz y rapaz ha provocado que todo aspecto vital esté más comercializado que nunca, incluidas las propias relaciones humanas. Puede observarse este aspecto también en la falsedad de las apariencias en las redes sociales y la incansable “búsqueda del like” a todo coste.

6. Negativización del ocio y positivización de la autoexplotación: Fomentándose ideas de pobreza o explotación personal como un factor positivo (paradigma del “emprendedor”), de modo que ya ni hace falta que te explote un jefe, sino que lo haces tú mismo al enseñarte que todo tiempo que no aproveches estrictamente en hacer por un “trabajo formal” es tiempo perdido y algo que te convierte en una persona que tiende al fracaso o que “no se toma en serio la vida”.

7. Posverdad y la prostitución semántica: Tiene también mucho que ver con la falsedad en las redes sociales, la dispersión excesiva de la información y la comunicación mediante titulares (especialmente, teniendo en cuenta el “efecto de anclaje” ya comentado). La posverdad es uno de los grandes fenómenos del siglo XXI, dado que es más fácil manipular emocionalmente a los lectores desde los medios de comunicación para que escuchen lo que quieren escuchar, o en su defecto, lo que quieren ellos que tú escuches: porque el titular falso va a estar en primera plana, y la corrección cinco días después, editada y sin publicidad, y porque cuesta mucho más demostrar algo en esta era internetificada, con tanta dispersión de la información y la infinitud de falsedades que puedes leer en línea (por eso, siempre hay que ser cuidadoso con las fuentes). Es algo propio de esta “era gaseosa” llevada a veces al extremo, donde parece que toda verdad es válida[7], y hasta la mentira se convierte en verdad, especialmente si se expone como tal y se repite hasta la saciedad sin ningún tipo de pudor, aunque no se argumente nunca.

Qué siglo más negativo, ¿verdad? Bueno, siempre es de resaltar aquello que funciona mal: ¿qué gracia tiene recalcar lo positivo, cuando ya está bien por sí mismo? Los espejos quieren reflejar el esperpento, pues les aburre lo demás… En verdad no, pero este escrito está siendo bastante crítico en cuanto a lo negativo, y habrá que justificarlo de alguna forma… En todo caso, ¿por qué, si todos estos valores pueden llegar a ser tan negativos, estoy defendiendo la postura que estoy defendiendo? Pues porque creo que se puede llevar a cabo una reversión positiva (relativista y perspectivista) de estos factores tan intrínsecos a nuestro tiempo (aunque también perfectamente visibles en otros), tal y como el absurdismo de Camus llevaba a cabo con ese “existencialismo negativo”. Porque las nuevas generaciones, por todo ello, tienden a tener un pensamiento constantemente cambiante, es decir, inconstante. No se afincan a una estética o una ética constantes como un arma o bandera que blandir, sino que son volubles, gaseosos, siempre modificando su radicante…, en buena parte, gracias a esa “sociedad de las máscaras” que son las redes sociales, donde nadie nunca es todo lo que dice ser, ni piensa todo lo que dice pensar, ni siente todo lo que dice sentir. No solo porque haya falsedad, sino porque también hay mutación y fugacidad, elementos que pueden anular ese embuste entendiendo al sujeto moderno en su interferencia y su contradicción. Si cada tiempo o generación se define por medio de una ecuación matemática con una constante como punto de referencia o estabilidad (como hace la velocidad de la luz en “E = mc2”, inmutable en función del medio o el observador), la nuestra es la “interferencia”. Y es cabal aprovecharla con una función positiva, para lograr así que ella no nos colapse y nos hunda, haciéndonos no pensar o decidir por el agotamiento interno ante la infinitud de posibilidades ofrecidas (muerte de éxito), sino que nos sirva como un asidero hacia la empatía de lo humano y hacia la diversidad de lo real. Al fin y al cabo, El poeta moderno habla desde la inseguridad, sin Cadenas: y “esa voz, que parece la del nihilismo, podría ser más bien la voz de la vida que desea recuperarnos”.

Propongo por ello, transformar ese principio pasivo bartlebiano en un principio activo, contrastivo y relativista, capaz de actuar en toda proyección de la mirada humana sobre cualquier realidad, material o abstracta. Y así diversificar, contrastar, relativizar, oscilar, zozobrar, titubear, poner en duda, incertidumbre…, o más bien, indeterminación. Considerando que puede haber verdades absolutas, porque siempre las hay, pero teniendo mucho cuidado con cuáles somos capaces de demostrar como tal, cuáles somos capaces de considerar como tal (a imposibilidad de su demostración, con el caso más polémico en las “verdades morales”), o cuáles debemos absolutamente rechazar por su toxicidad. Y sobre todo atacar, contrastar o poner en duda toda verdad que se presente inherentemente como tal, ya que estas son las más peligrosas de todas ellas, al no poder siquiera reflexionar sobre sus facultades y deconstruirlas, al haberlas siempre dado por sentado, considerado como imposibles de cambiar, o al no haberlas siquiera considerado nunca, a pesar de haberlas tenido siempre presentes a nuestro lado como un fantasma del inconsciente. En consecuencia, si tiende a darse por sentada la existencia del libre albedrío, es lógico situarse en la necesidad de atacar a esa ominosa y omnipotente verdad, solo por el hecho de que sea concebida inmediatamente como tal…

¿Debe la zozobra llevarnos necesariamente a pique? Yo no lo considero así. Creo que más bien puede enseñar a navegar, mientras uno tenga el correcto control del timón. Para profundizar en esta concepción, es necesario volver a la idea ya promulgada de que la zozobra necesita convulsionar siempre que pueda hacerlo: conmoviendo o provocando fuertes arrebatos internos con sus vaivenes, amagos e incertidumbres, y no simplemente contrastando perspectivas. Por esta razón, uno de los aspectos que considero como esenciales es no elegir un punto de fuga hacia el cual dirigir todos los signos que conforman la construcción, de modo que esta sea solo un cauce artístico con respecto al mensaje final que transmitir. Contrariamente, creo que es una aspiración mucho más interesante y elaborada dejar que este o estos mensajes se diluyan en medio del juego, entre el tejido textual. Quedando sumergidos bajo y entre las palabras, en un subtexto que necesita de una lectura entre líneas y activa del lector, para que sea compuesto por él todo significado a extraer, rompiendo así el sentido teleológico para que cada uno componga su propia figura en el tapiz. Gran ejemplo de esto es la increíble empatía humanizante que podemos encontrar entre los huecos del texto (debajo de lo que parecen discusiones teóricas o especulativas), en tan grandes obras como El Quijote o El nombre de la rosa.

De acuerdo a estas redes contrastivas que se van construyendo mediante el juego literario, puede concebirse el texto como un “tejido” o una “membrana polidimensional” con sus propias leyes. “Como la vida, el texto es, en sí mismo”. Y así, he llegado a fantasear con que una obra literaria, para ser, cumple las mismas condiciones que la propia vida: “metabolismo” y “posibilidad de reproducción[8]. La primera de estas condiciones se refiere a su código, cifrado o funcionamiento interno, es decir, a los aspectos que lo conforman orgánicamente y le permiten ser en sí mismo, aquellos que el lector debe descomprimir, filtrar e interpretar, y que para hacerla obra literaria, un texto debe cumplir con corrección. La segunda se puede referir tanto a la lectura como a las transtextualidades o a los vínculos conexionales que puede generar el texto, ya que este debe ser capaz de tener repercusión fuera de sus propios márgenes, o en su defecto nunca sería “literatura” como tal (no haces literatura, si nadie termina leyéndola aparte de ti). Tal cual puede considerarse la construcción de una obra literaria en su concepción orgánico-identitaria, que citando a Pozuelo Yvancos, se construye dentro de “una red literaria que se concibe como un tejido de textos comunicados, que llevan de uno a otro”. Con lo cual no hay escapatoria, tanto en la literatura como en el universo, y puede parecer que “todo está en todas las cosas”, y por tanto, que todo tiende a repetirse indefinidamente; o al menos, que no hay en ningún punto una gran verdad por desvelar. Y ante ello, solo queda nadar, solo queda el juego: zozobrar desencriptando las redes hasta conseguir ampliar el campo de la mirada, siempre avezados a sumirnos en el enigma y la convulsión.


[1] “El círculo está más próximo de lo simple que el triángulo. Hace falta pues observar que es un cuerpo simple sin ningún ángulo, porque es el primero y el último entre los planetas, como el sol entre las estrellas” (Rosarium Philosophorum, 67).

[2]La Negra Espiral no tiene fronteras ni preferencias, no tiene amigos ni enemigos: todos somos presa de sus tentáculos, o quizá acompañantes de su danza, siempre con nuestros miedos y aspiraciones recorriendo eternamente su superficie helicoidal.

[3] Pues la dispersión necesita de la armonía para funcionar como polisistema.

[4] O no es que busque la salvación de su lector. Tal vez busca su propio interés en el juego dialéctico entre interlocutores: en definitiva, llevarle a su campo, hacerle partícipe de su juego. Toda perspectiva ético-estética tiene su trampa de atracción (termine siendo positiva o no), a pesar de argumentarse discursivamente como la correcta, o precisamente por ello. E incluida esta que os expongo, obviamente.

[5]Schízein”: escindir. “Phren, Phrenós”: mente. | “Masharah”: objeto de risa.

[6] Sesgo cognitivo, estudiado por ciertos psicólogos, que supone la ciega o excesiva confianza en la primera información obtenida a la hora de expresar valoraciones sobre un cierto asunto, de modo que esta información moldea y transforma los pensamientos o resoluciones consiguientes, sea verdad o no.

[7] Pero es que hay principios absolutos (especialmente hablando de temas físicos o completamente materiales), o que incluso deben ser tomados como tal, no siéndolo (en cuanto a ejemplos morales); lo cual no entra para nada en conflicto con todo lo expresado anteriormente, si es que se ha entendido o se terminará de entender correctamente en las siguientes páginas.

[8] Aunque, en este aspecto textual, prefiero considerarlo directamente como “reproducción”, en lugar de “capacidad o posibilidad de”, puesto que entonces abarcaría a todo ejemplo posible y no funcionaría la definición, incluyendo a textos que no salen de sus márgenes privados, precisamente.

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