por Markel Hernández Pérez
Munir Hachemi (Madrid, 1989) estudió Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid. Durante esos años publicó varios cuentos en formato fanzine (M, Los ojos blancos y Del otro lado) y participó en diversas antologías poéticas. En 2013 se mudó a Granada para cursar el Máster en Estudios Latinoamericanos de la UGR y desde entonces vive en esta ciudad. Publicó Los pistoleros del eclipse, nouvelle en una editorial alternativa (ebediziones) y está traducida al chino por Xuan Le, la traductora a esta lengua de Gabriel García Márquez, bajo el título de 日蚀强盗. Su segunda novela, autoeditada, se tituló directamente 废墟.

En 2018 ha publicado una tercera novela, Cosas vivas, en la editorial Periférica, de la cual están de camino traducciones al francés y al holandés. Recientemente, ha formado parte de la antología de cuentos Ya no recuerdo qué quería ser de mayor (Temas de hoy) con su obra “Un enorme ojo amarillo”. En la actualidad, termina su tesis doctoral en la Universidad de Granada sobre la recepción de Borges en España y prepara un libro de relatos.
— ¿Qué problemática afronta hoy el ser narrador (entiéndase el escritor que narra)?
— El primer problema que afronta un autor de narrativa, creo, es dar respuesta a la pregunta complejísima ¿de qué vivir? Parto del supuesto de que hablamos de un narrador que problematiza su propia voz, claro, y no de un escritor adocenado, de uno de los viejos púgiles de la literatura en castellano. Parto, por lo tanto, de la idea de un escritor hiperconsciente de que hay un trasvase, probablemente bidireccional, entre su modo de vida y su escritura, un escritor que vive eso como un problema, que añora a los escritores-herederos al mismo tiempo que se pregunta sobre la posibilidad de un escritor-currante, o al menos se plantea qué margen de maniobra deja esa forma de vida, qué géneros son imposibles y cuáles –de los que aún no existen– se pueden transitar.
— ¿Y cuál afronta el otro narrador (ahora sí, entiéndase el ficcional)?
— Tu pregunta me hace pensar en lo que he escrito desde que comencé a (auto)publicar y me doy cuenta de que siempre hubo en mi prosa una preocupación muy fuerte por la verosimilitud de la voz del narrador. No me refiero a una verosimilitud en el sentido clásico, según el que las reglas del relato deben ser las reglas del mundo, sino más bien a una verosimilitud en la que las propias reglas del relato trasciendan su condición normativa para convertirse en algo así como secuencias de ADN que puedan dar forma, dentro de una amplia nube de posibilidades (que, sin embargo, nunca es infinita) a ciertas entidades casi biológicas: personajes, dinámicas, argumentos, estructuras. Releyendo –y vuelvo a subrayarlo porque es algo de lo que no era en absoluto consciente hace un tiempo y que ahora se revela bajo la forma de un tic algo molesto, digo, encuentro que ya en Los pistoleros todas las voces emanan de la lógica interna de la novela, del diario, de las voces de los protagonistas o del relato del preso. Este pathos documental toma consistencia sobre todo en 废墟, algo menos en Cosas vivas, y llega hasta Un enorme ojo amarillo, lo último que he publicado, donde el narrador llega a poner de manifiesto de forma explícita lo que llama «un ejercicio de ventriloquia». Acaso ésa sea la gran tarea del narrador contemporáneo: la preocupación por las condiciones de verdad del texto, por las del mundo y, sobre todo, por cómo se relacionan ambas.
— Escritores que deberían leerse más. Escritores que deberían leerse menos.
— Los escritores que deberían leerse más son, en su mayoría, escritoras. En el campo literario español deberíamos leer más literatura latinoamericana: Ariana Harwicz, Selva Almada, Fernanda Trías, Aurora Venturini, Romina Paula, Diana Bellessi, Vera Giaconi, Lina Meruane. También a Larraquy y a Havilio y a Bruzzone. Y la literatura anónima o polifónica producida en colectivos. Me parece que tenemos mucho que aprender de lo que se está haciendo allá.
Bolaño decía, además, que tenemos que volver a releer a Borges otra vez, algo así, uno de esos chistes bolañescos. No sé si tenía razón.
A este lado del charco hay que leer más a poetas como Rosa Berbel o Carlos Catena. Pero esas carencias las podemos atribuir más a su –por ahora– escasa producción que a una ignorancia deliberada. En quien sí deberíamos fijarnos es en Cristina Morales, a quien siempre hay que leer más, en Erika Martínez o en Olalla Castro. También en Esther García Llovet o en María Salgado.
En cuanto a los que habría que leer menos, son tantos que no sé si vale la pena nombrarlos. Por suerte, ya no se lee casi a algunos que hace diez años prometían más de lo que han logrado cumplir, aunque se sigue leyendo más de la cuenta a las vacas sagradas. Nos equivocaremos poco si dejamos de leer, en general, a cualquiera que gane alguno de los grandes premios sobre los que se sostiene la broma infinita de la literatura española. Parafraseando aquel chiste o poema de Parra, podríamos decir que los cuatro grandes escritores españoles son tres: el tal Anónimo y Rubén Darío.
— A través de «una fábula o cuento o chiste taoísta o budista o sufí», consideras tu literatura como buscar las llaves de la casa propia en casa ajena, porque la propia está a oscuras. ¿Han aparecido las llaves o siguen perdidas?
— En realidad, ese fragmento es parte de un juego que me gusta mucho y que tiene que ver con lo que hablábamos antes sobre las condiciones de verdad de la literatura. En el momento en el que un artefacto literario echa a andar, disfruto metiéndole ingredientes que no han sido pensados para él y viendo cómo los procesa. Y me gusta mucho la lectura que haces de esa fábula o cuento o chiste, aunque me gusta mucho más si tenemos en cuenta que el protagonista no está buscando las llaves en una casa ajena sino en la calle, el único lugar donde hay algo de luz.
— Desde tu primera novela, Los pistoleros del eclipse, hasta tus últimos trabajos, destaca la presencia y la importancia de los amigos (compañeros de las drogas, las broncas, las risas, las penurias compartidas –más ojos desde los que mirar al mundo, al fin y al cabo–). ¿Cómo se relaciona el escritor solitario frente al escritor comunitario?
— Es una gran pregunta. En mis textos pasa eso porque hasta Cosas vivas yo siempre los concebí como una forma de ejercitar la amistad, más que la literatura. Lo que pasó con Cosas vivas fue paradójico: aunque estaba destinado a ser un libro coral entre amigos, al final no sólo lo escribí solo, sino que además sentí la necesidad de publicarlo con alguna editorial que le diera cierta visibilidad al libro; me parece que no carece de cierta politicidad que no podía llevarse a término en los formatos que yo venía manejando (fanzine y libro autoeditado).
Mi respuesta tiene que ver con la concepción del ejercicio literario como un diálogo con una comunidad, no con una sociedad. Mucho más interesante aún es la idea de un ejercicio que emane de una parte de la propia comunidad, y no de uno solo de sus miembros, y que vuelva a la comunidad, enriqueciéndola. Yo de esto te puedo hablar poco. Creo que si alguna vez he estado cerca de algo así no ha sido desde las formas clásicas de la literatura. Pienso en cuando los escritores bárbaros nos dedicábamos a escribir poemas o chistes en tarjetas de visita y a repartirlas por ahí. Pero eso sigue sin acercarse mucho: creo que una escritura comunitaria se habría de parecer más a lo que tradicionalmente ha sido el flamenco que a nada que tenga que ver con lo que hasta nuestros tiempos ha sido la literatura.
— En tus ficciones está el problema de cómo contar la verdad (a sabiendas de que es una tarea imposible), para lo que te vales de diferentes recursos: por un lado, el anonimato de ciertos personajes (de Cosas vivas G –podría ser Gonzalo, Guzmán, Gorka, da igual, no importa–, de Un enorme ojo amarillo M –podría ser María, Marta, Manuela, da igual, tampoco importa–) frente a aquellos personajes que sí tienen nombre; por otro, un Munir ficticio (o no, da igual, importa todavía menos); e incluso el uso de la escritura de diario (en Cosas vivas) como medio para alcanzar mayor verosimilitud: «Contar la verdad, entonces, no consiste en fatigar lo real (que es infinito) sino en dar sus condiciones de lectura, las condiciones del afuera, y tejer los sobreentendidos que hacen que el diario funcione.» ¿Hasta qué punto le interesa al lector saber qué es real o no?
— Bueno, esa pregunta se la tendrías que hacer al lector, pero yo creo que debe importarle bastante poco, al menos de forma consciente. Creo que la la palabra clave de ese párrafo, o eso me parece ahora, es sobreentendido. El lenguaje es un sobreentendido, una serie de metáforas compartidas, y opera como puente entre lo que llamamos el mundo real y el mundo que una narración dispone. A partir de ahí se arma algo que puede llegar a exponer una verdad, o más bien a revelar una verdad que de alguna manera el lector ya sabía que estaba ahí. En Cosas vivas el gran sobreentendido es el género policial, es una novela que no funciona sin ese género, o que funciona de otra manera, que se vuelve incapaz de mostrar verdades. Pretendo que el lector vaya encontrando una serie de pistas, de puntos de luz que, una vez cierra la novela y mira atrás, forman una figura que no se podía ver sin la distancia necesaria. Esa figura sería la verdad de la ficción, que también nos habla del mundo. Son los misterios concretos de la novela, quién mató a A o B, pero también son las opresiones que sufrimos y la forma en que se entrelazan, sobre todo eso, relaciones, vectores que a la postre forman una figura visible.
— Si «la realidad siempre defrauda a un escritor», ¿llegaremos alguna vez al momento en que la ficción también le defraude?
— ¿Esa frase es mía? No veo por qué la realidad tendría que defraudar a un escritor, quizá sería más correcto decir que no le alcanza. Pero la ficción es parte de la realidad, así que la pregunta es muy tramposa.
— En Un enorme ojo amarillo, el protagonista contempla, durante la ingesta de setas alucinógenas, la visión terrible de un punto imaginario: «un gigantesco sol en cuyo centro había una enorme pupila ardiente alrededor de la que el plasma solar se iba derramando en círculos concéntricos. Una imagen casi insoportable, una imagen bellísima que pedía a gritos ser descifrada con la convicción de que tal cosa no era posible.» ¿Estamos frente a las antípodas del Aleph borgiano?
— No, no, ¡estamos exactamente ante el Aleph! Es la idea de una visión que no puede ser recodifica-da utilizando palabras. En el cuento, Borges ironiza sobre la literatura fantástica, encarnada en el largo poema que escribe Carlos Argentino Daneri, y propone una forma de rodear ese centro, ese Aleph, a través del cuento fantástico. Aquí se trataría más bien de narrar una experiencia íntima, ahora me doy cuenta a raíz de tu comentario de que quizá sería algo similar a lo que hace Fogwill en Help a Él!, pero hasta ahora lo había pensado como una suerte de trasunto cotidiano de Piglia. Donde él preguntaba ¿cómo narrar el horror de los hechos reales? yo quería proponer algo más simple y más general: ¿cómo narrar los hechos reales?
— Y más adelante encontramos la cuestión del lenguaje: «Fue en aquel tiempo cuando me obsesioné con una expresión del castellano: “acabar de”, como en “Juan ha acabado de informático”. Qué cosa perversa el lenguaje.» ¿La palabra comunica o incomunica?
— La palabra propone, construye, añade algo al mundo, no tiene por qué tratar de descifrarlo o de cambiarlo. Esa pequeña frase que escoges creo que sirve más para pensar en cómo las expresiones más cotidianas también están atravesadas por el poder, aunque casi nunca veamos al ventrílocuo.
— Por último, hace muy poco disfrutaste de la primera beca de residencia de escritores en Nankín (China), organizada por Granada Ciudad de Literatura UNESCO y el Centro de Promoción de Nankín como Ciudad de Literatura, y con la que has podido seguir trabajando en tu proyecto actual, la colección de relatos que lleva por título provisional Variaciones. ¿Cómo afectó la estancia a tu obra? ¿Qué más puedes adelantar sobre el proyecto?
— Primero la pregunta sobre mi estancia en Nanjing: al final no ha sido una estancia literaria sino algo diferente y que no sé cómo definir, así que no he tenido tiempo para avanzar casi nada en el proyecto.
El título Variaciones es muy provisional, expresa bien la idea del libro de cuentos, pero no me gusta cómo suena, así que es casi seguro que finalmente no se llamará así. En cualquier caso, se trata de una colección de relatos que están escritos, de un modo u otro, a partir de uno o dos relatos de otros autores. La relación entre esos textos originarios y mis cuentos varía de unos a otros, pero en general siempre están bastante despegados. Un enorme ojo amarillo, por ejemplo, bebe de textos de Vera Giaconi y de Pedro Mairal, pero creo que se puede leer sin esas referencias, que se sostiene. Eso está siendo muy importante para mí, que no sean reescrituras, que sean textos autónomos, aunque conscientes de sus filiaciones.

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