por Miranda Martínez Santiago

 

 

 

»Y dirán a las niñas: / mujer, algún día este dolor / tampoco / te será útil. / Pero habréis aprendido a soportarlo». Con esta anti-moraleja, el fruto último de un aprendizaje terrible, cierra el poema que da nombre al libro de Rosa. Porque Las niñas siempre dicen la verdad no es un poemario de crecimiento, ni un ejercicio nostálgico que idealice el tiempo perdido: es, entre otras muchas cosas, una cruda resignificación de la infancia; de la infancia femenina, porque no es posible una bildungsroman protagonizada por una niña.

     En el primer gran bloque del poemario (Quemar el bosque), el discurso lírico se articula de delante hacia atrás: desde la expectativa de futuro (momento vital de la autora) hacia la revisión de un pasado y una infancia mucho más cruda y consciente de lo que otros nos hicieron creer. De este modo, en el poema que abre el libro (Precuela) se despliegan dos planos o ejes temporales: el aquí-ahora adulto frente al allí-entonces de la niñez. En el primer verso (‘‘En aquel tiempo extraño’’) la infancia se muestra distanciada del presente en que el yo lírico articula su discurso, pero hacia el final del poema, tras esa revisión nostálgica, el nexo concesivo “aunque” encabezando el verso irrumpe para marcar un cambio en la perspectiva: la voz del discurso vuelve a su presente (‘‘Aunque quizá todo esto / ahora no nos baste’’). La brecha entre los dos tiempos había sido insalvable hasta que, finalmente, presente y pasado confluyen en el último verso: ‘‘de este futuro que era impermeable’’. El pretérito imperfecto predica algo imposible del sujeto, pero da lugar a un ejercicio de memoria extraño: el de los adultos que piensan lo que pensaron que serían cuando fueron niños. Así, pasado, presente y futuro quedan confundidos por una voz hiperconsciente.

     Es por esto que la voz infantil que emana de los poemas resulta incluso más lúcida y sabia que la de los adultos –casi siempre caricaturizados, alienados– a la hora de vislumbrar su devenir con este experimento de la memoria: ‘‘Pero en aquel momento, / tan niños y tan sabios, / esperábamos ya la plenitud / de agosto, y de las playas llenas / las discusiones tristes, / los besos de puntillas, / de este futuro que era impermeable’’.

     Como veremos en seguida, Precuela asienta la perspectiva que va a permitir   revisar la infancia desde la madurez, lo cual posibilita a ese yo poético renombrar e identificar acontecimientos de su infancia a los que entonces no podía nombrar. La antropóloga Rita Segato expone, en relación a las razones que hacen que la violencia en el marco doméstico sea mucho más imperceptible y menos reconocible que la violencia entre desconocidos, que:

‘‘la falta de nombres u otras formas de designación e identificación de la conducta, (…) resulta en la casi imposibilidad de señalarla y denunciarla e impide así a sus víctimas defenderse y buscar ayuda’’ (Segato; 2003)

     Y esta incapacidad para nombrar la realidad del sujetoterrible en muchos poemas–se explica por la ausencia de un lenguaje propio, pues el único lenguaje disponible es el hecho por y para los hombres adultos: ‘‘De tanto escribir sus nombres falsos / solo sus nombres falsos, / como si fueran nuestros, / acabaremos siendo igual que ellos’’.

     Este lenguaje falsificador es visto como ajeno y no puede dar cuenta de la realidad de la niña, y de ahí la necesidad de acceder a los recuerdos o de adoptar un punto de vista alterno desde un universo semántico propio, que otorgue significados nunca antes recogidos o contemplados por la visión masculina y adulta.

     Por este motivo el acto de nombrar y el propio lenguaje se problematizan de forma recurrente a lo largo del poemario: para la poeta, el lenguaje dado no sirve, ha de aprendersetarea que no consiste sino en apropiarse de lo ajeno, o adaptarse a lo ajeno (‘‘de lo que hemos de hacer / para aprender la lengua de los hombres, / para encontrar refugios en sus mapas, / paradictar sentencias como nunca / y no y todavía / es pronto’’), o es impuesto (“pero toca aprender qué significa / saber que lo que eres / te nombra para siempre”). Nombrar desde el lenguaje impuesto puede ser algo terrible, pero lo es aún más que te nombren, porque el sustantivo estigmatiza (de ahí el rechazo a nombrar: ‘‘en aquel tiempo extraño y fariseo, / tuvimos muchos hijos/ a los que no quisimos poner nombre’’). Si bien estigmatiza, aún más determina; pues nombrar implica imponer una esencia a lo que aún no se ha desarrollado en la existencia.

     Por esta capacidad de resemantizar las cosas ya nombradas huelga poner en paralelo la visión de la infancia con la visión de género, la visión antiantropocéntrica, poscolonial, racializada… las cuales se ven en la tarea de deconstruir el lenguaje en tanto que instrumento del poder utilizado para perpetuarse. Como se muestra en Exorcismo o en Frente a DITHYRAMBE…, el lenguaje construye la Historia y son los hombres quienes la escriben: ‘‘Hombres con traje anotan sus ideas’’. Nótese como en este verso la elección del sintagma nominal escueto “hombres con traje” denota la indiferencia del hablante hacia este conjunto, pues se anula su especificidad y la posible diversidad entre los individuos, que son agrupados aquí bajo un nombre colectivo por su rasgo común.

     Es esto a lo que nos referíamos antes cuando hablábamos de la alienación de los personajes adultos y masculinos, los sujetos por antonomasia, pues la tarea definitoria del sujeto es, ante todo, percibir, observar: “Y fuera: solo ojos, / que analizan asuntos fríamente, / con ciencia masculina”. La hipálage “ojos que analizan” también denota la actitud despersonalizadora del hablante ante estos sujetos-hombres. De este modo, el sujeto activo y demiúrgico masculino queda reducido a una condición impersonal, cuyo discurso hegemónico y falseador se opone al discurso lírico e individualizado del yo genuino –marcado por el género femenino-; de ahí que el hombre y el adulto queden diluidos en grupos con una voz/cerebro común: así ocurre con el Jurado Popular (distintas voces, una mente única) que inquisitorialmente somete a juicio la poesía de la Niña (la pluralidad frente a la singularidad): aquí se despliega todo un campo semántico de la verdad en oposición a la fantasía, la mentira o la imaginación. El Jurado atribuye a la Niña y su voz unos valores opuestos a los de la verdad y los hechos: “No fantasees tanto”, “Qué imaginación”, “Niña mentirosa”, “Aunque tu voz carece de franqueza, sería mejor que escribieras algo excitante/ pero verdadero”.

     Sin embargo, hay que puntualizar que la pluralidad –en sí misma, no con carácter alienante– no solo es inherente al género masculino y a los adultos, pues también forma parte del sentimiento de comunidad y sororidad femeninos, como se percibe en Sisterhood: ‘‘Nuestra victoria es / un consuelo discreto en los ojos de otras, / sabernos comprendidas y tristes / y amadas, tímidamente amadas / por las otras’’.

     Esta comprensión tácita podría llevarnos a pensar en una sororidad colectiva fundamentada en el silencio, opuesta a la voz unificada y verbalizada (como lo hace el Jurado Popular) de los grupos masculinos; así, el silencio, aunque en otros poemas es una manifestación de la violencia y una imposición de género, en Sisterhood es una alternativa a un lenguaje distorsionador creado por los hombres. Podríamos decir que las palabras no harían falta para comprender a las otras cuando hay conciencia de grupo y de género, y que el silencio sería una forma de apoyo recíproco cuando la verbalización de algo supone la imposición de unos valores y la asunción, mediante el nombramiento de una serie de expectativas, de unos planes de futuro.

     Pero el silencio se muestra también con valores negativos y en distintos personajes o situaciones: en forma de violencia cuando el silencio es una forma demostrar poder sobre el otro, al no considerarlo otro-como-yo con el que se establece una comunicación simétrica, sino más bien un objeto que se toca, se observa y se utiliza, y al que se ignora; esto ocurre en Las niñas siempre dicen la verdad: ‘‘Solo un hombre desnudo / que no acepta preguntas / que no responderá / nada a esa niña. / Solo violencia y lágrimas / que se filtran veloces por cada recoveco’’. Y más adelante, se dice: ‘‘Ella sigue en silencio después / durante años’’. Así el silencio, el no tener voz, es lo que caracteriza lo femenino e infantil por su invalidación frente a la voz masculina; pero además, como venimos repitiendo, es síntoma de la incapacidad para identificar y nombrar abusos, maltratos e injusticias.

   Este poema es especialmente terrible e incómodo porque cuestiona los valores positivos asociados tradicionalmente en occidente a conceptos como la infancia, la casa o la familia. La casa como espacio terrorífico despliega así dicotomías como ‘‘luto blanco’’, da cobijo a hombres extraños, genera exposición a los monstruos en lugar de ofrecer refugio.

     La familia es quizá una de las estructuras más poco cuestionadas de toda la cultura occidental, en parte porque es la unidad social mínima donde se dan relaciones de poder que replican las estructuras externas y superiores: es donde los niños –que serán hombres– aprenden que el trabajo doméstico relegado a las madres no es monetizable, esclavizadas con total impunidad y sin reconocimiento social alguno. Por eso realidades como el maltrato a la pareja, el incesto, el abuso infantil, siempre han estado ocultas entre cuatro paredes, como se oculta ‘‘una niña asustada debajo de la mesa’’.

  Rosa Berbel rompe con el tratamiento tradicional de la infancia a lo largo de la literatura, consistente en la idealización de ese espacio de temporalidad suspensa, de asociaciones de significados mágicas y prelógicas, adánicas (algo que reprochar a vanguardias históricas como el surrealismo y el dadaísmo), de amor inocente y asexuado. Por eso es de agradecer que autoras como Rosa Berbel o Mónica Ojeda contemplen la infancia y la femineidad en esta etapa de la vida tan incomprendida por los adultos. La infancia ominosa de niñas calladas, repletas de pulsiones sexuales reprimidas por la culpa o simplemente desatendidas por el protagonismo del placer masculino, víctimas de monstruos domésticos que acechan desde las esquinas de las mesas, las camas, la cocina. Niñas que, marcadas desde su primera regla, asumen la condena de convertirse en mujeres.

     La sala de espera para madres impacientes a la que llega el sujeto poético del último poema vendría a representar como espacio físico un tiempo futuro impuesto a las niñas-mujeres, unos ‘‘planes de futuro’’. La sala de espera se cifra como no-lugar de carácter ambivalente, paralelamente a otros espacios revalorizados negativamente en el poemario: la casa como refugio familiar genera extrañamiento y se hace necesario un pequeño recoveco bajo la mesa para protegerse; del mismo modo que la playa pasa de ser un paraíso escapista en medio de la rutina laboral y urbana a una mera extensión de esa rutina que no viene sino a confirmar la existencia de la misma.

     Junto a estos lugares, la sala de espera es un espacio perfectamente conmutable por cualquier escenario de teatro del absurdo. En él, las mujeres esperan -como Vladimir y Estragón- alguien o algo que nunca llegará, hablan “sordas” entre ellas, proclaman sus roles (‘‘nosotras, buenas hijas, buenas mujeres, / las mejores amantes’’), hablan de hacer el amor como conducta automatizada, sisífica (‘‘llegar a tiempo aún, / para hacer el amor con el marido. / Todavía es posible’’). En definitiva, la sala de espera es el lugar que evidencia ese absurdo vital, esa esencia que determina la existencia. Su ambivalencia es la misma que tiene toda anagnórisis o desengaño, porque constituye el punto de no retorno, pero al mismo tiempo revela y permite avanzar en otro sentido. En este caso, la revelación se produce a través del diálogo fruto de la desesperación y el aburrimiento de las mujeres. Y como ellas mismas concluyen en el momento de máxima lucidez, esa anagnórisis colectiva delimita un microcosmos semántico: ‘‘Nadie nos va a creer / decimos / fuera de aquí nadie nos va a creer’’. El plural en primera persona pone de manifiesto esa verdad compartida dentro de los márgenes de ese espacio alegórico, pero incomunicable fuera, donde esas niñas serán llamadas mentirosas en el idioma de los hombres.

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