por Jorge Arroita

En la primera parte de este poemario de Félix Moyano, llamada MISERABLE MIXTURA (referenciando la decadencia, la fragmentación y la mezcla), el epígrafe que inicia el libro es una síntesis perfecta de lo que se encuentra entre sus líneas, tanto respecto de esta primera parte (de las tres que lo componen) como de todo el conjunto en sí mismo. Esta cita iniciática de Aurora Luque señala y denota el trasfondo que permea y compone la esencia oculta bajo este poemario: “Ya solo soy fragmentos, piezas sueltas de mí […] Solo soy mis fisuras. También el mundo es solo sus fisuras”. Aparte de entender que el poeta transmutado en el yo lírico se descompone en piezas sueltas y representativas pero fragmentarias de sí mismo, las cuales son los propios poemas que caen desde su cuerpo hasta la tinta, esta idea de concebir la esencia del conjunto de las cosas con clave en sus fisuras[1] recuerda notablemente a ciertas reflexiones de los posestructuralistas franceses, alrededor de lo que suele denominarse como ‘filosofías de la diferencia’, que se adentran en ontologías relacionales centradas en la diferencia y la multiplicidad, en lugar de la superposición de la identidad como una mismidad, desplazando así la concentración unitaria por la proliferación e interpenetración de diferencias entre ella. Estos son, pues: Michel Foucault, Gilles Deleuze y Jacques Derrida.

El primero de ellos utiliza la simbología de ‘lo reticular’ como representación de un mundo atravesado por una cantidad inconmensurable de fuerzas que se afectan recíprocamente entre ellas mismas, no superponiéndose ninguna sobre otra, sino actuando en una suerte de tensión aporética entre ellas: un mundo de lo diferencial, de lo múltiple, de lo proteico. Según esta cosmovisión, hay una relevancia clave en los intersticios emplazados entre todas esas fuerzas, dado que en ellos es donde se contienen buena parte de las relaciones que determinan sus interacciones y los resultados de las mismas; de tal forma que los hechos son producto tanto de la acción de esas fuerzas como de la ‘reacción pasiva, negativa o correlativa’ (por intentar clarificar algo tan abstracto[2]) que surge de ellas y se contiene en esos ‘entres, huecos o intersticios’, entendidos como no-lugares o nihiles activos que permiten la autodiferenciación entre las fuerzas que componen el Todo y, por tanto, la propia composición del Mundo como entidad entre diferencias aporéticas, múltiples e infinitesimales.

En cuanto a Deleuze, nos encontramos con la figura del rizoma y del pliegue. El primero es un organismo estructuralmente carente de núcleo activo, en el que su funcionamiento se produce de acuerdo a síntesis disyuntivas en las que las fuerzas se diferencian recíprocamente en un proceso de interacción entre ellas  y proliferación del conjunto (similar a la teoría de Foucault, al menos en cuanto a las fuerzas); y en el segundo (en el que tampoco es pertinente profundizar más de lo necesario para con este análisis) se entiende que el propio pliegue contiene en sus repliegues las imágenes negativas de lo replegado sobre sí, tal que los huecos que surgen entre una membrana retraída sobre sí misma (como un chicle). Por último, para Derrida tenemos otra figura, la ‘diseminación’, en la que se establece también una proliferación extensiva y diferida como una promesa infinita que nunca llega, dejando un vacío en las experiencias de toda realidad que actúa como una ‘presencia-despresente’, similar a un rastro, una huella[3] o hueco, denegando así un sentido único, así como una interpretación absoluta y/o directa de los hechos y la realidad a causa de esos ‘entre-huecos’ producto de la diseminación. ‘Presencias-despresentes’ e inasibles, que provocan que la mismidad identitaria no tenga cabida y que los significados de las cosas nunca puedan llegar a ser marcos de sentido unificantes: no hay un Todo, sino solo sus partes y el devenir de ellas, siempre atravesado por las diferencias aporéticas entre esos choques de fuerzas y entidades, y los intersticios proliferantes que se conforman en su seno, parte inesquivable y formativa de la Realidad tal y como es (como actantes: ‘nihiles activos’), de una forma constante, expansiva y potencialmente infinita.

Estos tres significantes son capitales para comprender el marco referencial y la macroestructura que este análisis trata de edificar alrededor de los poemas y sobre el poemario como conjunto fragmentario de sus piezas, ya que esta mirada busca proyectar sobre Insostenible una relevancia primordial en los ‘entre-huecos’ que subsisten bajo los textos de este ‘pseudo-conjunto’, que de hecho hacen de hilo conductor esencial (aunque transparente; o como poco, translúcido) entre la mixtura de las partes para con el Todo…, si es que puede existir un Todo. En definitiva, que es tan importante tanto la materia como los huecos que hay entre ella, tanto el espacio físico como el espacio vacío que es parte de su misma creación. Este sentido es el que se quiere imprimir sobre el poemario, que hace de sí mismo, precisamente, algo Insostenible (leitmotiv semántico que lleva a la sutil insinuación de una despresencia sistemática de su materia) en el que hay un conductor etéreo que enhebra sus partes como un hilo de Ariadna, formando así conexiones invisibles entre los poemas con una función complementaria en su fragmentación. En otras palabras, los intersticios forman otro gran conjunto negativo conformado por múltiples ‘nihiles activos’ o ‘conjuntos vacíos’ entre la materia (los poemas) que los conectan y les otorgan por vía negativa parte de su positividad y significado, no pudiendo ser lo que son sin su necesaria contraparte. Así, este conjunto negativo (que hace del conjunto absoluto algo fragmentario e inestable) está cargado de una significación unitaria pero desperdigada en torno al poemario, y hace así de marco referencial del mismo hacia nociones abstractas expresada por medio de cadenas isotópicas de significantes.

Recapitulando, el poemario en sí es una conjunción de fragmentos que proliferan a modo de polisistema sobre centros ausentes, presencias-despresentes que se muestran ligeramente en las brechas entre la materia y que marcan a esta misma desde su correlación multilateral con ella. Es en sus fisuras también, y no solo en los propios poemas, donde se esconden el resto de significados subtextuales escondidos entre ellos, sirviendo como marco integrador esa fragmentación del yo lírico en una multiplicidad de sensaciones (habitualmente tormentosas) de apariencia dispersa, pero que en realidad no lo son. Como si se tratase de una vieja máquina de la que solo tenemos unos determinados engranajes y tenemos que deducir cómo funcionaba por los huecos que faltan entre rueda y rueda. Un puzle por componer del que, eso sí, puede que nunca se llegue a una resolución completa (nunca estamos dentro de la mente del poeta para poder extender todos los hilos que están detrás de la figura en el telar), pues esa es su gracia, al fin y al cabo: no hay un Todo[4], solo existen sus partes, puestas en común según el sesgo de la mirada… Ese es su juego. Quizás es el gran juego. Y los juegos son para algo, para entretener al intelecto y a la mirada en el camino, y así comprender mejor las cosas que nos rodean a la vez que nos comprendemos mejor a nosotros mismos, siempre conscientes de que no hay una gran respuesta por encontrar al final del laberinto, sino, como mucho, tan solo nuestra ficción del minotauro.

Pasando al conjunto material, conformado por la vista directa hacia los poemas, es primordial el concepto de la identidad del yo lírico desperdigada sobre las hojas del poemario: cada poema es una parte voluble y desprendida del propio poeta. De ahí su fragmentariedad. Su materia es un cuerpo fraccionado, su esencia una identidad en interferencia[5]. Cada sensación, pues, es captada o absorbida en cada poema como si se tratara de una fotografía, conformando así una identidad convulsa que nunca será un unidad absoluta y estratificada, dejándola así en una ‘liminalidad[6] perpetua’ o ‘dinamicidad líquida’, nunca cerrada, sino en devenir y flujo constante…, insostenible, sin lugar a dudas, y quizás, también perpetuamente atormentada. En ello está una de las claves que caracterizan a Félix Moyano como poeta en la mirada de superficie. Esta facultad son las roturas sintácticas que cabalgan sus versos y los encabalgan entre ellos, que denotan esa misma insostenibilidad y los vacíos que entre las fisuras se palpan. Un ejemplo característico, ya en el mismo primer poema del libro, sería el siguiente: “horas de sueño acumuladas noches / volviendo solo a casa incertidumbre / amores imposibles desengaño”. Como se puede observar, estas roturas imprimen una adición de significado a final de verso, habitualmente con una única palabra que revierte, permuta o añade significado al mismo, dejando una sensación caosmótica que se imprime en el lector y le hace cómplice de la emoción trasnochada y decaída que el poeta quiere transmitir en el libro: desde una representación de lo cotidiano hacia un tono intimista, que por último se cristaliza en una sensación de época y también universal, de fácil empatización con el lector. Este estilo sintáctico podría decirse que funciona a golpes, como sangre a borbotones, una especie de stream of consciousness intrusivo que permea en el estilo poético más arquitectónico (haciéndolo parecerlo más botánico, espontáneo), pero que se ve trabado por sus propias inseguridades y se inestabiliza a sí mismo en su proceder, representando en la superficie, estéticamente, lo que el propio título comunica refiriendo a la misma esencia que subyace bajo todo el poemario.

Tal sensación también se observa en Arritmia, cuya cabecera ya refiere a esa inseguridad del yo lírico que se ve representada en las roturas de la sintaxis moyaniana. Aquí, en concreto, son los recuerdos y su intrusión en las largas noches de divagaciones en la cama o en la vuelta a casa tras un día de fiesta, lo que provoca esa insostenibilidad latente, fruto de un corazón en arritmia como en arritmia está el poemario que lo (des)encarna, que late desacompasado, brusco, convulso: en un bucle en el que el acto nominalista del recuerdo es el causante del fallo arrítmico, solo que además es el propio fallo el causante de la repetición de ese acto, en un eterno retorno sin salida[7] que solo lleva a una (des)armonía arrítmica, cargada de idas y venidas sobre “un corazón que hospeda en su memoria / la pérdida de nombres que regresan”. Otro de los poemas de esta primera parte, Simulacro, refiere a los simulacros de uno mismo en esa identidad en interferencia (miedos borgianos a los reflejos en escaparates en vueltas a casa a las 6am): una sensación casi panóptica de juicio sobre uno mismo, sobre el miedo a vernos como una persona diferente a la que somos, o de reconocernos precisamente como lo que somos, no siendo aquello que queremos ser. Los choques de diferentes identidades del ser disociadas entre ellas será un tema recurrente en la mayoría de los poemas del libro. También se retoma esta temática en Noviembre, a la par que los vacíos o los fragmentos: “he conocido a otra persona una mujer distinta […] insostenible en todas sus versiones / a veces sobrevive en soledad y en el silencio permanece firme / en un silencio destructivo ajeno / al tiempo del dolor y sus fisuras”. Su final clausura un cierre, una claudicación a causa del peso de ese amor lejano sobre sí, aunque también afirma una pertenencia de la alteridad deseada como parte interna, otro fragmento inestable que agita, pero que es también propio, esencial, parte irrevocable de uno mismo: “no sé su nombre aún / pero no importa la imagino siendo / un fragmento dormido de mi cuerpo / una escisión torcida de mi alma”.

Finalizando esta parte, en Valoración se nos ofrece una nueva óptica de todos estos leitmotivs, particularmente el concepto de espacio, sobre el que rotan diferentes símbolos como centro neurálgico (aunque translúcido), reconstruido como como negación o positividad en función del contexto. Citando el poema: “pienso en tu habilidad de distracción / vacía insostenible como todo / miradas de entretiempo / los parques las afueras / el sol fotografías / ese momento exacto en el que vuelves / hacia el lugar que habito”. Entre la materia y sus fisuras, siempre se compone un (no)conjunto a la luz de la vista. Una vista que necesita, para ser verdaderamente lúcida, de no ser absolutizante, de no ser ‘vista’ tal y como solemos comprenderla. Y un conjunto que necesita de no ser comprendido como conjunto, sino como una multiplicidad constitutiva, y no como lo que un sentido unificante imprime sobre ella, reificándola y transformándola en ‘una-sola-cosa’. Una composición recíproca y multilateral en la cual (siendo un compuesto inestable) se puede producir el in-creíble[8] milagro de lo cotidiano. En que exista algo y no nada. En que, simplemente, las cosas ocurran. Un milagro en la posibilidad de contemplar un territorio en el que se puede habitar. Quizá una cabaña, que se pueda reconocer como propia.

Pasando directamente a la tercera parte del poemario, esta se rotula como LA INDETERMINACIÓN DE LOS ESPACIOS, arrastrándonos a esa orbitación alrededor de la presencia indeterminada que toma el nombre de ‘espacio’. Es importante también el epígrafe de Benjamín Prado que inaugura esta sección: ‘‘Yo me esconderé en ti como un centauro herido: el último centauro, el que recuerda su mundo azul desde una gruta oscura’’. En el centauro, desde que rebautizara este símbolo Rubén Darío, se transfigura la imagen de lo proteico (además de la unicidad del modernista como la criatura rara) a medio camino entre hombre y bestia, con un pie en cada mundo. Junto a ello, el azul como lugar de la ensoñación, al que accedemos retrotrayéndonos al recuerdo (pareciera que en un sentido platónico del término), tal vez lo único que nos queda en todo momento…, pero haciéndolo desde la gruta oscura que es la materialidad corpórea y decadente de nuestra existencia. La única solución, ante la herida primigenia, refugiarse en el otro para al menos encontrar calidez dentro de la gruta y descubrir que no estamos solos en nuestra fisura, sino que fisuras somos todos: que no somos el último centauro[9], si es que sabemos encontrarnos, habitar el uno en el otro y ser capaces así de ayudarnos a centrar la vista y a soñar nuestros mundos azules desde el frío de la piedra y los enlodados charcos del suelo.

El primer poema de esta parte es Paseo, donde se encuentra uno de nuevo con la interferencia identitaria y se actualiza el flâneur de la primera modernidad en el neo-flâneur capitalista-neoliberal del siglo XXI, tan centrado en el movimiento licuante de las grandes urbes y la vida globalizada: un paso desde el hastío novecentista al frenetismo altermoderno, en el que el pasear del poeta no significa sentirse raro o diferente[10], sino fundirse dentro de la masa entrópica perdiendo uno su propia identidad, desindividuándose y homogeneizándose hasta convertirse la identidad en no-identidad (y así, en fluctuación perpetua), los lugares en no-lugares. Todo tiene el riesgo de perder su esencia en cierto momento y está constantemente luchando por reafirmarse en ella o recuperarla. Todo se licua en un devenir aceleracionista, y corre el repentino riesgo de evaporarse en la caída de la cascada: una cascada que quizá no llega nunca, o que quizá solo se observa una vez quiebra la caída en los biseles del río. Sin duda, una de las claves de ese frenetismo es el estrés y la inseguridad de la indeterminación (en los espacios, en el tiempo y en uno mismo), elementos que llevan a un sustantivo clave: al vértigo, ‘‘vértigo de ver pasar la vida’’ en ‘‘cientos de voces rostros y otro acento’’, espacios y tiempos en los que Moyano recalca que sobrevivir ya no es lo suficiente (sino más bien encontrar el motivo para vivir, un camino en una realidad en la que nos sentimos perdidos), deseando casi una vuelta a cierto primitivismo animista en el que la hierba vuelva a ser hierba y no especies de espigas verdes que crecen sobre la tierra, entre densas brumas posmodernas.

Dos de los textos clave del poemario son Circular y Periferia. En el primero se junta la idea de los individuos como poliedros complejos en una gran red interconectada, con la comprensión en cuanto a nuestra relatividad y complejidad como una suerte de fraternidad universal. ‘‘Mi corazón son todos los polígonos’’, escribe el autor, acercándonos al sentimiento de que uno-somos-todos (aunque no todos-somos-uno), igual de profundos, complejos, e indudablemente insostenibles. Como nos recordaba Borges en Las ruinas circulares: no hay un übermensch en este mundo, y si lo hay, es que lo somos todos. Todos somos vacíos. Todos somos periferia. No hay núcleo pues, y si lo hay, es que lo somos todos…, o que todo núcleo es periferia, según desde dónde se mire… Alrededor de los ‘‘yoes ficcionales en la mente’’ de cada uno y de esos momentos en los que se te cae todo encima y no sabes ni quién eres, cabe recordar que todos somos aquel al que le ocurre aquello: todos tenemos nuestros reproches y culpas reiterativos, paradójicamente generados entre nosotros mismos. Y por ello mismo, todos somos nadie, somos equivalentes a esa nada (periférica) que aparece en los momentos abisales, que es propia de todos y que nos hace a todos iguales, hermanos y hermanas con las manos agarradas frente al abismo de la conciencia. En definitiva, es en esos ‘‘reproches que borran las huellas del deseo’’ donde encontramos lo positivo que ha sido borrado, dejando espacios vacíos de esos mismos sentimientos, anulados por la culpa y las consecuentes tensiones internas que provocan la inestabilidad. Es decir, es en el rastro de la ausencia donde precisamente podemos encontrar la gran (des)presencia. Hallar en las fisuras un hilo conductor que junta los fragmentos de la vida y el mundo, extraer de la Nada lo que nos une como un todo[11], aunque sea un todo fragmentario e inestable, que funciona como un organismo vivo, solo que arrítmico y atormentado.

En una lógica paralela, Circular nos lleva a contemplar el bucle de vernos encerrados en nuestro interior, inmanentes y herméticos en una correlación solipsista en la que al sujeto le es imposible salir del propio sujeto, estando así condenado a sufrir esa interferencia identitaria, y esos pesos de la culpa que caen encima de nuestras diferentes máscaras. Como autómatas, seres volubles atrapados en una negra espiral constante, un eterno retorno hipersegmentado del que tal vez la única salida se encuentra en el argumento anteriormente expresado, en comprender la relación de todo con todo en la multiplicidad del mundo, hasta quizá llegar a una promesa esperanzadora (¿e indefinida?) en la fraternidad universal. Puede que lo que haya que encontrar sea ‘‘una imagen azul insostenible fragmentada, al fondo del pasillo en el espejo’’, aunando el epígrafe de Prado con la significación macroestructural del libro. El verso anterior plantea dos preguntas en cuanto a la trascendencia: ¿hay una realidad de la que escapar mediante la búsqueda de una imagen azul, o esa realidad es una serie infinita de pantallas que no se puede esquivar?, y en caso de que esa realidad fuera una y real, ¿hay una posibilidad de escape en ese sueño azul, o es tan solo una tentativa humana para tratar de no sentir tan fuerte el frío piedra de nuestra solitaria cueva? Este es el problema que plantea esa circularidad, un bucle producto de divagaciones nocturnas en la decadencia del reproche de un yo lírico atravesado por múltiples galerías y las sombras taciturnas que vagan por ellas (reversos de la luz y la materia, que justo marcan en el espacio la presencia de las cosas): ‘‘vuelves a la cama con tus voces / y piensas que sus máscaras producen / un grito alucinógeno impreciso / de espacios invisibles subterráneos / que forman pasadizos en tu interior / donde las sombras saben que es probable / que ni siquiera el tiempo se involucre’’[12].

Para finalizar, el último poema del libro es su homónimo. En él, la voz del yo se orienta hacia un tú, como último alegato directo hacia el deseo en la carne dispersado en el vacío: ‘‘Constituyes fragmentos de desesperación […] más imprecisa de este modo incierto […] formas parte del tiempo y el espacio // Eres insostenible’’. La reflexión en la que nos deja Moyano es similar a entender que las depresiones de un terreno conforman su misma geografía, pues son las deformaciones del espacio-tiempo, a causa de que este se pliegue alrededor de los cuerpos con cantidades ingentes de masa, lo que produce ese efecto con apariencia de fuerza a la que llamamos gravedad, que en realidad no es ser atraído por un cuerpo con una gran masa, sino caer en un espacio-tiempo deformado por y alrededor de ese mismo cuerpo. Si la gravedad y la orbitación son en cierta forma las claves microestructurales de nuestro macrocosmos, son precisamente los intersticios los que permiten la atracción y la repulsión entre las cosas (como resaltaba Foucault). Son los huecos los que permiten la orbitación, en conjunción con la materia dispersada que los conforman (cuerpos con grandes masas), y por tanto lo que permite la armonía en la desarmonía (en lo ‘infinitamente diferencial’) que es nuestro universo. Del mismo modo que es precisamente la conjunción entre los fragmentos materiales del poemario y sus huecos, que en suma son esa presencia-despresente que los rehíla en su fragmentariedad, aquello que permite una cierta armonía en su inestabilidad arrítmica. Una composición recíproca como suma de sus partes, la cual nunca podrá ser un Todo estable y absoluto. Pero también un (no)conjunto de ellas que expresa en esa afirmación negativa la existencia de un conjunto (poemario) sobre sus partes (textos) y sus intersticios (subtextos), solo que también proyecta a su vez la negación de la misma idea de conjunto, entendida como absoluto y superposición identitaria sobre las diferencias infraestructurales… En conclusión, un conjunto que no es un Todo, que es una composición fragmentaria de sus partes, sostenida sobre sus huecos y replegada sobre sí misma. Una membrana fluctuante en torno a la masa ingente de una gran presencia-despresente. Un algo en sí in-sustancial. Propio de todos, característico de nadie. Todo y Nada… Sustancialmente Insostenible.


[1] Aunque se entiende que tampoco únicamente en ellas, solo que al ser el elemento invisible u olvidado, es lógico resaltarlo y estetizarlo para recordar su importancia junto a las partes positivas y materiales del conjunto sobre el que se quiere posar la mirada.

[2] Podría hacerse una comparación con la formación de las galaxias tras el Big Bang desde el plasma primigenio, donde son esenciales tanto las regiones cargadas de plasma y energía, como los vacíos o pozos que se supone que habría entre ellas (denegando la homogeneidad absoluta), los cuales son una de las explicaciones hipotéticas más interesantes para deducir la formación de los agujeros negros, y así la formación de las galaxias con ellos como epicentro gravitatorio.

[3] Figura que retoma el filósofo Maurizio Ferraris para con su teoría de la iconología (filosofía o ciencia de las huellas o rastros) en Estética racional (1997).

[4] De ello reflexiona ampliamente el filósofo Markus Gabriel en Por qué el mundo no existe (2015), donde demuestra la no-existencia del Todo, pero sí de todo lo demás: es decir, de la existencia de “el todo como todas sus partes”, pero no de “el Todo como el conjunto de todas sus partes”, alrededor del Teorema de Cantor y la Paradoja de Russell.

[5] Profundizo más a fondo en la “interferencia identitaria” (además de sobre el juego, el camino y la mirada) en el tercer número de Apostasía (mes de Mallo): sobre teorías literarias y poéticas.

[6] Concepto de Victor Turner en su libro El proceso ritual (1969), sobre momentos rituales de indeterminación, producto de la transición entre diferentes estados del individuo.

[7] Como veremos en el poema Circular, más adelante.

[8] En relación a lo inmanente, a lo que se encuentra dentro de un algo, y que solo puede ser así como tal dentro de su sistema. Creíble, desde dentro. Increíble, desde fuera.

[9] Frente a la “individuación modernista” del poeta, incorruptible en su torre de marfil…, que puede ser más bien un tipo de gruta, maquillada de blanco por fuera.

[10] Propios de otra época o incluso mundo, pero atrapados en la decadencia de su presente, a la vez que especialmente conscientes de la realidad profunda desde su vista e intelecto: seres lúcidos con ojos de gato.

[11] En un sentido bastante heideggeriano de la expresión, aunque menos individualista. En todo caso, siempre un todo con minúscula.

[12] ¿Es el tiempo capaz de salvar las cosas? Cómo hacerlo si todo, incluso él, es ciertamente insostenible. Solo esperan idas y venidas entre el ser y el vacío, parece decirnos el cosmos: no hay nunca un asidero fijo en un mundo, que es por esencia convulso y descentrado.

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