por Rafael Ávila Domínguez

Gritar contra la hipocresía moral (recuerdo la genial frase de R. Gary ‘‘en lugar de gritar, escribo libros’’) ha sido una empresa artística de la que pocos han salido –literalmente– vivos. Que le pregunten a Oscar Wilde, Jaime Gil de Biedma o Virgilio Piñera, entre otros muchos. La tiranía de las ideas establecidas: Molly House es un grito contra ellas, un grito que pretende “cambiar los usos amorosos de nuestro tiempo”. Se conjuran en el libro el erotismo subversivo y eso que Freud llamaba “la novela familiar” y que tantos escritores de mi generación emplean (los libros de mi generación están llenos de cuestionamientos a la figura del padre y la madre). Dimas invierte la costumbre: solemos tomar la casa familiar (‘‘esa fugaz pesadilla constante / cotidiana’’) como refugio, sin embargo, en Molly aparece como un lugar extraño y opresivo. En ella comienza la línea exiliar: de la casa a la habitación propia, y de la habitación propia al cuarto oscuro. El sexo aparece como un ritual que se desarrolla en un tiempo cíclico, circular, materializado en la dualidad generación–destrucción del ápeiron: ‘‘al igual que lo hace el fuego en el ápeiron / que es la causa entera / de la generación y la destrucción del todo’’, escribe en Tú, la causa. O en el poema Aporía: ‘‘aprendo que ambos somos nuestras nadas / inmortales de esperanza / resucitados para morir siempre el uno en el otro’’. Visto a través de una mordaz ironía, el sexo aparece reducido, en otras ocasiones materializado en el desnudo como forma más cercana al despojo, a la decadencia de los excesos o a los excesos de la decadencia: ‘‘aprendí que mi desnudo daba risa después del sexo’’. O visto también a través de la rabia en el poema Hacíamos: ‘‘hacíamos la traición / los celos / el odio / la venganza / la ira: / follábamos’’. Línea temática que se remonta hasta los excesos libertinos de Sade y que encuentra su espejo en el poeta Jaime Gil de Biedma, con el que establece diálogos en poemas como Petite morto Plaza definitiva en Gomorra.

     Cada verso parece medido, reposado, pero los poemas poseen un vitalismo deslumbrante, aumentado por la combinación de elementos folklóricos y cultos: ‘‘aquel ensueño de morada última / lo regentaba un transformista viejo / mezcla de Sócrates y Carmen de Mairena / índole de Celestina y Marco Aurelio’’. Un logro, pues teniendo en cuenta el tema central no sería difícil caer en el lenguaje sexual desenfrenado de los beatniks. La metáfora, la alusión, el encubrimiento de la palabra, esa alternancia de máscara y disfraz recorren todos los poemas, aunque los mejores son Molly House y Motivos u oda a la loca, en el que niega y transgrede el recelo que García Lorca sentía por los afeminados.

     Como indicaba O. Paz, “el sexo es subversivo: ignora las clases y la jerarquía, las artes y las ciencias, el día y la noche: duerme y solo despierta para fornicar y volver a dormir”. Un grito de auxilio de lo subversivo, de lo marginal, un reclamo de los espacios íntimos donde ejercer lo que uno es realmente. Un grito contra el puritanismo occidental. Un mapa de los excesos de la decadencia.

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