por Ernesto Castro Córdoba
Nicolas Bourriaud es uno de los ejemplos más destacados del comisario contemporáneo y se dedica —como ya hiciera Prometeo— a robar el fuego a los dioses para entregárselo a los mortales; esto es: a saquear sin piedad los materiales nobles heredados de la tradición intelectual más reputada para poner a trabajar a estas ruinas al servicio de la legitimación del arte contemporáneo. El francés saltó a la fama a comienzos de los años 2000, a raíz de sus publicaciones sobre la nueva hornada de artistas europeos que habían iniciado su andadura por el mundo del arte tras la caída del muro de Berlín. El éxito internacional de estos jóvenes audaces estuvo íntimamente ligado —todo hay que decirlo— a las exposiciones colectivas que organizó el comisario francés desde su sillón de director en el Palais de Tokio entre 1999 y 2006. Desde entonces, la oleada de adhesiones que ha generado su obra dentro del gremio de comisarios ha permitido la incorporación de sus expresiones dentro de la jerga terminológica habitual de la crítica artística. Aunque sus libros parezcan un precario conglomerado de textos de catálogo que se detienen en el elogio de los artistas que —mira tú por donde— son los beneficiarios directos de sus exposiciones colectivas, las pretensiones intelectuales que Bourriaud ha insuflado a sus textos le comprometen con una cartografía muy definida de nuestro contexto sociopolítico, económico y cultural[1]. En sus libros se compromete con la existencia de ciertas tendencias generales que son registradas gracias a una metodología interdisciplinar, en permanente diálogo con campos de estudio adyacentes a la estética. De hecho, un breve repaso de sus publicaciones revela el arsenal de interpretación masiva que tiene a su disposición el crítico francés; para ser más exactos: una ontología (materialismo crítico), una teoría del arte (estética relacional), un criterio de valoración (criterio de coexistencia), una corriente artística (realismo operatorio), un sujeto (radicante) y un marco histórico (altermodernidad).
Nos parece cuanto menos inquietante la autoridad que ha adquirido Bourriaud como sacerdote en el oficio de bautizar generaciones, movimientos y periodos artísticos. Para empezar, resulta bastante arbitrario el voluntarismo comisarial y el decisionismo historiográfico que subyacen a la producción de toda una constelación estética a partir de un chasquido de lengua, máxime si nos situamos en un contexto social que se comprende a sí mismo como “democrático” o, al menos, pretende fingir que el criterio de demarcación estético reside en la facultad de juzgar del espectador. A nuestro juicio, el autor de Relational Aesthetics es un eslabón perdido dentro de la cadena evolutiva que conduce del especialista al aficionado, en un proceso irreversible de desacralización de las funciones de la crítica. Dentro de la historia del arte contemporáneo tenemos que remontarnos hasta Clement Greenberg para encontrar una figura pública que sintetice autoridad y credibilidad de un modo semejante. El delirio intelectual que despliega en sus exiguos volúmenes es, en muchos sentidos, la realización de la utopía crítica: acuñación ad nauseam de neologismos, creación ex nihilo de tendencias, apropiación pro domo sua de tradiciones, etc.
Ciertamente, encontramos en sus textos todos los tics propios de la fauna curatorial: nepotismo en la selección de los artistas, arbitrariedad en la exposición de los argumentos e ingenio en la acuñación de neologismos son las señas de identidad de unas publicaciones (los textos de catálogo) que tienen como fin inmediato justificar lo injustificable: ¿cómo legitimar teóricamente el status de privilegio que ostentan los bienes artísticos?, dar sentido al sinsentido: ¿cómo aderezar con palabras el precio desorbitado que adquieren en el mercado? En la medida en que las exposiciones teóricas de Bourriaud ofrecen una respuesta favorable a las exigencias de legitimación intelectual que reclaman de continuo las instituciones artísticas, la crítica de izquierdas le ha recordado su connivencia permanente con este tipo de organismos jerarquizados de poder. Sin embargo, resulta de una trivialidad apabullante señalar con el dedo a un comisario por el mero hecho de ser juez y parte en la inflación del mercado artístico, puesto que la función objetiva que desempeña la producción textual de cualquier comisario dentro del proceso de circulación de los bienes artísticos consiste, precisamente, en sublimar relaciones materiales de dominación como si fueran relaciones culturales de superioridad, compensar el precio material de los bienes artísticos mediante el valor teórico de sus catálogos.
Si queremos realizar un abordaje crítico de la obra de Bourriaud debemos, por tanto, evitar las acusaciones inquisitoriales sobre su papel como comisario y, por contra, centrarnos en sus desarrollos teóricos concretos. En el interior de los argumentos expuestos por el comisario francés, así como en las prácticas artísticas privilegiadas por su teoría estética, vamos a encontrar las inconsistencias de su programa intelectual.
Estética relacional es la expresión que Bourriaud puso en circulación para dar cuenta del nuevo paradigma de producción artística y de reflexión curatorial que él mismo estaba ayudando a gestar desde las salas expositivas del Palais de Tokio. Este nuevo modelo de interpretación y de práctica estética toma las relaciones interpersonales como un bien estético de primer orden y se plantea como meta el generar situaciones coyunturales vaciadas del artificio social hegemónico. Bourriaud propugna una concepción alternativa del formato instalación que otorgue una primacía a la producción de sistemas de comunicación sobre la creación de instancias de formalización artística. Según este programa estético, el objeto artístico tiene como finalidad generar un espacio de sociabilidad abierto a las experiencias de los individuos asistentes; un bien cultural cuya ejecución performativa es un fin en sí mismo y que además incorpora la perspectiva de los espectadores.El arte relacional pretende sintetizar valor expositivo y valor de uso en un mismo continente que propicie la generación espontánea de relaciones sociales. Apuesta por una política de las formas, cuyo paradigma es la conversión del instante en eternidad por medio de la congelación de las mecánicas, la detención de la imagen. El montaje y recorte diacrónicos son los formatos privilegiados de una forma que apuesta, más allá de toda interdisciplinariedad, por un mestizaje entre las diversas formas de comunidad posible.
Como un dispositivo que administra encuentros posibles entre participantes reales, la instalación ofrece la infraestructura requerida para el ensayo de esquemas alternativos de interacción social y modelos críticos de asociación voluntaria. La materialidad encarnada del objeto artístico ofrece una plataforma de acercamiento entre individuos que, en último término, nos remite hacia una promesa utópica de reconciliación social. La gestión del antagonismo social a través de procedimientos públicos de cooperación estética permite considerar reflexivamente los procesos flexibles que rigen la vida cotidiana en las sociedades complejas. El intercambio de perspectivas con los respectivos interlocutores posibilita iniciar un proceso deliberativo que puede cristalizar en la conformación de algún tipo de voluntad colectiva. En tanto que intersticio social atravesado por funciones de uso, el objeto artístico no se presenta como la realización de una iniciativa individual, sino como el anuncio programático de un acuerdo colectivo. En la búsqueda de la cotidianeidad perdida el espacio expositivo no sólo aparece como un lugar que ofrece cobijo al desamparado, sino además como una esfera para la negociación entre particulares que han accedido a participar en un procedimiento interactivo de gratificación estética marcado por la permutación lúdica de roles sociales. En condiciones de mutua igualdad sustantiva, el objeto artístico opera como un generador espontáneo de tejido social que administra de un modo aleatorio los puntos de contacto entre individuos que han ingresado motu proprio en el espacio expositivo.
Será ahí, en el espacio de indefinición demarcado por los límites de la sala de exposiciones, donde lo lúdico acontezca como posibilidad. En torno a la matriz de transparencia social que constituye el objeto artístico, el espacio expositivo puede funcionar como catalizador de un potencial humano no sometido a imperativos pecuniarios. Bourriaud sitúa el potencial crítico del arte contemporáneo en el interior de este circuito comunicativo autorregulado, donde los participantes en la reinvención de lo común pueden realizar actividades consensuadas entre las distintas partes implicadas. En el seno de esta comunidad marcada por el carácter efímero del encuentro, la espontaneidad encuentra múltiples instancias de realización y la obra artística abre un margen de indefinición no sometido a ninguna lógica burocrática, fomentando la expansión creativa de las facultades humanas. Bajo la luz cegadora de los focos, desplazados de sus lugares cotidianos de socialización, los individuos encuentran entre las cuatro paredes de la galería el momento propicio para la reinvención de sus parámetros de conducta con los otros. La tan periclitada alteridad metafísica no queda ya sublimada en una suerte de diferencia última, que no se somete a ningún tipo de escrutinio intersubjetivo, sino todo lo contrario: contra la atomización del tejido social en una pluralidad inconmensurable de formas de vida que —en última instancia— solo responden ante su propio juego de lenguaje, Bourriaud propugna una superación artística del relativismo cultural a través de la matriz relacional del arte contemporáneo. ¿Cómo? Mediante el agrupamiento particularizado de los seres humanos que, mancomunados transversalmente por su actividad comunicativa, facilitan la conformación de un crisol de grupos sociales en torno a una tercera naturaleza, producto de la simbiosis entre las necesidades animales y las prestaciones tecnológicas, en el contexto minimalista del espacio expositivo. De este modo tan peculiar, Bourriaud reformula las funciones que los clásicos del pensamiento estético asignaron a la cultura, en tanto que aglutinante social generadora de un sensus communis con una clara dimensión política. Bajo la formalización estética de la convocatoria, el artista desempeña la función de agente de contactos: invita a que los espectadores sean cómplices de un proceso creativo que no tiene más contenido ni finalidad que el propio plexo de relaciones donde lo cotidiano se define a través de procedimientos estéticos.
El arte relacional también se compromete con un conjunto de premisas de orden ontológico, a saber: lo que llamamos realidad no debe concebirse como un sustrato previo a toda iniciativa humana conforme a fines, sino como el producto contingente de un proceso de negociación simbólico entre interlocutores legítimos que definen, mediante sus prácticas de atribución de creencias y mediante sus prácticas de donación de sentido, las líneas de fuga de una experiencia que carece de límites definidos más allá de los impuestos por el sistema de relaciones que llamamos socialización. A su vez, el ejercicio de donación de sentido no constituye una suerte de decisión soberana, ejecutada por un sujeto autárquico de proporciones metafísicas, sino el procedimiento reflexivo gracias al cual unos seres dependientes se apropian de cierta herencia comunicativa. Por su parte, lo acontecido en el pasado no es un tribunal de apelación último: esa herencia comunicativa es solo un punto de referencia aleatorio para la articulación de una experiencia común cuyos principios deben ser reinventados a cada instante. La reformulación constante del flujo de experiencia interactivo constituye una suerte de utopía concreta que Bourriaud formula en un lenguaje que se aproxima al situacionismo. No en balde, uno de los conceptos fundamentales de la estética relacional es la noción de situación, definida como una plataforma interactiva construida ex profeso para la sucesión de intercambios culturales no mediatizados por el vil metal o por la imagen.
En términos generales, la estética relacional aspira a liberar a los individuos del reino del derecho contractual para someterlos al reino de las asociaciones voluntarias. Dentro de lo posible, Bourriaud identifica los procedimientos deliberativos y las tendencias generales que tienen lugar en un ambiente modulado por el permanente trasiego de información que, en último término, conducen a la configuración de un plexo común de significados. Más allá del papel convencional de receptáculo pasivo, el espectador se reapropia de los medios de producción de la experiencia estética, participando en los procesos de ideación, materialización y comunicación que informan de contenido relacional los bienes artísticos. De este modo, el usuario de la institución artística se convierte en una suerte de terminal activo que transforma las ondas interpersonales que modulan un espacio de socialización alternativo. A nadie se le escapa el carácter procedimental de esta creación pública y revisable del objeto artístico. Las herramientas para producir estos modelos relacionales son estructuras culturales preexistentes y las intervenciones de los agentes se comprenden como estrategias de adaptación a un ecosistema cultural. De este modo, el arte relacional genera una proximidad reflexiva con el mundo de vida donde los individuos desarrollan su identidad, fomentando una actitud crítica respecto del patrimonio cultural heredado.
Resulta curioso constatar los parecidos de familia que existen entre la apuesta intelectual de Bourriaud y el programa estético de otros autores que han teorizado, de un modo similar, sobre la presencia de un núcleo social en los presupuestos del arte contemporáneo reciente. Kester H. Grant aborda, desde un posicionamiento explícitamente habermasiano, el papel de la conversación en la configuración de las condiciones de posibilidad de la experiencia estética[2].Homi K. Baba se refiere al indudable “arte de conversación” como uno de los pilares centrales de una relación poscolonial con la alteridad cultural. Tom Finkelpearl reflexiona sobre el “arte público basado en el diálogo” como un factor inestimable en la configuración de una esfera inclusiva de debate democrático[3].Peter Dunn propone una “estética colaborativa” que trascienda el marco de las relaciones corporativistas entre productores culturales para generar un marco cooperativo de intercambios mutuos[4].Al igual que estos autores, Bourriaud parte de una preferencia valorativa hacia los procesos comunicativos autorregulados en el contexto de unas instituciones sociales que posibilitan un alto margen de movimiento para los distintos agentes culturales que intervienen en el enrarecido ecosistema contemporáneo.
Bourriaud da por sentado el carácter transitorio de un contexto cultural donde lo interactivo es un sinónimo de independencia del espectador. Lo esencial dentro de esta concepción democrática de la creación artística son los procedimientos que permiten, como si fuera una sociedad de alcohólicos anónimos, mantenerse en contacto (keep in touch), compartir una experiencia (share an experience) o, sencillamente, tener un buen día (have a nice day). A caballo entre la utopía soñada y la realidad existente, la estética relacional recoge el testigo del proyecto emancipatorio de la Modernidad, que ya no puede comprenderse de acuerdo con el esquema de la superación sin retorno basado en la eterna revuelta de la novedad de vanguardia contra la fosilización de lo clásico, puesto que esta concepción de las relaciones con el pasado ha perdido todo su filón crítico respecto del sistema, en tanto arroja productos culturales incorporados en la lógica publicitaria de la obsolescencia programada. Más próximo a la figura del DJ que sintetiza en un mismo impulso creativo las ruinas del pasado y las expectativas del futuro, Bourriaud se propone abordar el perfeccionamiento cultural de la vida cotidiana, haciendo abstracción de los grandes mecanismos de donación de sentido y apostando por la traducción como herramienta de comprensión intercultural. La traducción, tal y como la concibe Bourriaud, es un mecanismo de intercambio simbólico entre diferentes, desiguales y/o desconexos que, a diferencia del intercambio de mercancías, no requiere de un equivalente universal abstracto (el dinero), sino que es capaz de saltar de un contexto lingüístico a otro, respetando los particularismos y asegurando la comprensión global. Al igual que el intercambio concreto de valores mediante el trueque, la traducción no requiere de mediadores, entraña un excedente no computable, a diferencia del intercambio general de mercancías, que requiere de la homologación de todas las diferencias a un mismo patrón de referencia, computable en términos matemáticos, expresable mediante el sistema de precios. El paradigma de la traducción hace frente al proceso equivalencia sin por ello recurrir al aislacionismo: no cede ante la imposición de los universales implícitos en el imaginario de la globalización capitalista, según la cual todo el mundo habría de comunicarse en inglés, pero tampoco se remite a su reverso tenebroso: la defensa acérrima de los Localismos S.A.
La estética relacional, por tanto, atiende a la materialidad concreta del tejido social: se propone recuperar el espacio de la intersubjetividad desde una perspectiva posibilista que no se entretiene en el recuerdo melancólico de una Razón con mayúscula. La generación de artistas invocados por Bourriaud en sus escritos toman la interactividad de los participantes como medio y como fin de un proceso que toma cuenta reflexivamente de sus propias condiciones de posibilidad, al mismo tiempo que se esfuerza en realizar desplazamientos dentro del orden social establecido. Desde los márgenes del espacio expositivo, el arte relacional propugna un contacto inmediato con el interlocutor. La esfera de inmediatez que posibilita el objeto artístico cuestiona, de este modo, el principio de equivalencia universal encarnado en el dinero. Frente a la mediatización de las relaciones interpersonales a través de los medios de comunicación, Bourriaud considera que la ocupación de la galería es un gesto político antisistémico que involucra la apropiación crítica de una interioridad monadológica, sin puertas ni ventanas. Más allá de la contemplación extasiada y de la gratificación masturbatoria, este tipo de zonas autónomas temporales son los espacios de transición entre una sociedad del espectáculo y una sociedad del figurante, donde cada individuo accede a la ilusión de una democracia participativa[5].
El programa de la estética relacional constituye una suerte de discurso de legitimación formulado en los términos de una cartografía exhaustiva de nuestro tiempo que, en último término, responde a las coordenadas específicas de una generación de artistas que comenzaron a exponer al público su producción a finales del siglo XX. Sin embargo, se pueden encontrar algunos referentes de este paradigma estético dentro de la exposición del MNCARS De la revuelta a la postmodernidad que, sin lugar a dudas, nos permiten situar la propuesta de Bourriaud dentro de una tradición histórica más amplia. Más en detalle, cabría destacar dos obras. En primer lugar, la documentación sobre las performances realizados durante los Encuentros de Pamplona (1972), genuino punto de encuentro del experimentalismo artístico español que irrumpía en un contexto de gran expectación turística, inflamado por unos debilitados órganos administrativos del tardofranquismo que, en un último golpe de efecto, buscaban realizar un lavado de fachada mediante la permisividad y la tolerancia hacia los productos artísticos de vanguardia. En segundo lugar, la pieza de Helio Oiticica Tropicalia (1967), que representa la consumación artística de la estética sureña de la apropiación, articulada en torno a los principios del canibalismo cultural (Oswald de Andrade) y la parodia crítica (Glauber Rocha), que pretende convertir el espacio expositivo en un lugar de reflexión acerca de la mirada occidental sobre Brasil.
De todas las objeciones posibles que se pueden plantear al planteamiento de Bourriaud vamos a centrarnos en una. Como hemos dicho, la estética relacional celebra la generación democrática de espacios de encuentro donde puedan tener lugar políticas consensuales de proximidad. Sin embargo, este proyecto esconde un modelo de negocio bastante perverso, que consiste en la extracción de plusvalía a partir de los órdenes espontáneos generados por las relaciones interpersonales que tienen lugar en el espacio expositivo. En un contexto de ilusionismo democrático permanente, el ocio constituye la plusvalía que el artista sustrae a un conjunto de trabajadores en régimen de servidumbre voluntaria. Bajo la apariencia de una participación opcional, el público se encuentra inmerso en una estructura de producción y legitimación en toda regla, que orienta la espontaneidad de los participantes para mayor beneficio del artista. Desde la atalaya del refinamiento teórico más excelso, la estética relacional constituye la pantalla ideológica que justifica la explotación comercial de la espontaneidad creativa de unos individuos que trabajan sin saberlo[6].
Así, la falsa utopía de la igualdad radical dentro de las instituciones no hace sino encubrir una desigualdad estructural entre el artista y el público que se remite a factores económicos: quien está en posesión de los medios de producción tiene la potestad de determinar el conjunto de variables que entran en juego en la instalación. El público que realiza la aportación voluntaria de su actividad ociosa no sólo participa de un modo inconsciente en una estructura productiva, sino que resulta enajenado por completo de los resultados crematísticos de su acción. De este modo, la vinculación contractual —el verdadero enemigo del arte relacional, recordemos— se sustituye por un régimen de apropiación que no estipula ninguna garantía jurídica para el genuino productor. Al igual que sucede en un creciente sector de la producción inmaterial ligada al sector servicios, los individuos que participan bona fide en la elaboración del objeto artístico son enajenados del producto de su trabajo, que cristaliza en la producción de una mercancía que más tarde ingresará en el circuito mercantil, para mayor gloria de una panoplia de intermediarios, incluido el propio artista que, como subraya el término utilizado por el propio Bourriaud, se limita a oficiar como un agente de contactos que convoca multitudes al trabajo y extrae beneficios de la venta. Inconsciencia y enajenación son las características más perentorias de la vinculación interpersonal propugnada por la estética relacional que, bajo la mascarada de la democratización de los espacios artísticos y bajo la retórica de la superación del régimen de vinculación contractual, expone a los individuos a una situación que, si bien es cierto puede involucrar cierta gratificación estética, no excluye la perpetuación por otros medios de un régimen laboral de explotación. Desde cierta perspectiva económica, la propuesta de Bourriaud resulta —cuanto menos— revolucionaria: expone las líneas generales de un modelo de contratación precario y de producción flexible que se institucionalizará definitivamente con motivo del desplome financiero de 2008, pero que venía ensayándose previamente en Francia desde comienzos de la década de los 90[7].
La estética relacional es un reflejo preciso del régimen de producción flexible: el aumento de competitividad internacional fruto de la aparición de los mercados asiáticos no sólo propicia un aumento relativo del sector servicios en Occidente, sino que además fomenta la violación generalizada del marco legal vigente desde la Segunda Guerra Mundial, basado en un relativo equilibrio de fuerzas entre las demandas sindicales de los trabajadores y las exigencias de revalorización del capital. La perpetuación de una cobertura de derechos sociales anacrónica respecto del modelo de producción vigente, que supone un crecimiento exponencial de aquellas labores que apenas resultan cuantificables mediante la remuneración salarial estándar, propicia la consolidación de un modelo de vinculación laboral que no reconoce apenas derechos al trabajador. Así, el productor apenas percibe beneficio material por la mercantilización de los bienes económicos que han sido alienados de una actividad productiva que nunca se denomina trabajo sino todo lo contrario: se esconde bajo el disfraz de la formación espiritual del sujeto. Esta caracterización eufemística de la actividad productiva redunda en detrimento de los derechos laborales obtenidos a lo largo de la Historia por la clase trabajadora. Así pues, los infaustos descendientes de las clases medias se encontrarían condenados a deambular como una panda de hipsters que —así, de buenas a primeras— participan en un régimen de explotación laboral con una sonrisa en la cara, convencidos de la dimensión creativa del trabajo no-asalariado bajo la expectativa de la producción, y se verían condenados a constituirse como una panda de hipsters dispuestos a participar en un régimen de explotación con una sonrisa en la cara.
Al intentar anticipar las condiciones de la utopía en el tiempo presente, el arte relacional no abre una falla en la lógica de las relaciones interpersonales mediadas por el contrato si no es para instituir una relación no menos asimétrica, que reproduce unas condiciones de extracción de plusvalía peores que las que encontrábamos en la economía contractual: en la economía de las relaciones de explotación no mediadas por contrato unos individuos gozan mientras otros cobran por el goce ajeno. El público es un fantasma que pasa a ingresar, gracias a la mediación de la obra de arte, en un espacio privilegiado, que es el de la institución museística, donde se instituye un espacio de juego. Sin embargo, aquello que Bourrriaud denomina espacio de juego es en última instancia una zona desmilitarizada de encuentro entre el artista y su público, del cual está dispuesto a extraer unos pingües beneficios. Esta disolución de las barreras entre tiempo libre y tiempo de trabajo retratan precisamente el margen de producción laboral en el que la jornada laboral se extiende en horas y en intensidad, hasta fagocitar otros ámbitos vitales.
[1] Al parecer, no piensa lo mismo Julian Stallabrass. “Bourriaud es un curator y director de espacios de arte contemporáneo. […] Su libro no es una discusión sino una promoción de los artistas que él recomienda” (Julian Stallabrass, Contemporary art: a very short introduction, Oxford University Press, 2006, p. 120.)
[2] Cfr. Kester H. Grant: Conversation Pieces. Community and Communication in Modern Art, University of California Press, California, 2004.
[3] Cfr. Tom Finkelpearl: Dialogues in Public Art, MIT Press, 2001.
[4] Véase su trabajo junto a Loraine Leeson: “The Aesthetics of Collaboration” en Art Journal. Aesthetics and the Body Politic, vol. 56, nº 1, primavera 1997, pp. 26-37.
[5] Para el concepto de zona temporalmente autónoma cf. Peter Ludlow: Crypto Anarchy, Cyberstates, and Pirate Utopias, MIT Press, Massachussets, 2001.
[6] Con la excusa de que no hay ningún lugar allende la institución donde pueda retraerse el artista, Bourriaud justifica la incorporación del arte en el mercado como un fait accompli que el artista debe sobrellevar como mejor pueda. En efecto, ciertas mercancías capitalistas pueden vehicular un potencial crítico, aún a pesar de inscribirse en el circuito convencional de la producción. No hay una determinación unívoca del contenido ideológico por la forma mercancía, el contexto de producción no desactiva el potencial crítico vehiculado por la obra, sino que le da sentido, precisamente como un objeto que hace el esfuerzo por cartografiar desde dentro el mundo en que habita. Ahora bien, ¿cuál es el contenido crítico del arte relacional? Nos quedamos mudos.
[7] Luc Boltanski & Ève Chiapello: El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Madrid, 2002, página 97 y ss.

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