por Manuel Santana Hernández
Sin duda, la crisis del COVID-19 ha conllevado enormes alteraciones en el calendario académico, político o festivo. No quiero empezar este ensayo sin agradecer enormemente a Apostasía la oportunidad de expresar mi particular visión del asunto y reflexionar sobre las nuevas realidades que esta situación está poniendo sobre la mesa. Mi tesis principal es que, a pesar de la extensa literatura de ciencia ficción que aborda la posibilidad de cataclismos que diezman a la población mundial y dejan un escenario postapocalíptico, el género no ha acertado a prever exitosamente la respuesta política que ofrecerían los Estados ante una amenaza global, porque esta respuesta apunta más hacia la altermodernidad que hacia la posmodernidad como mentalidad hegemónica. Así, estas páginas hablarán sobre altermodernidad, radicante(s), ciencia ficción contemporánea y la respuesta gubernamental a la crisis. Antes de emprender esa labor, deseo hacer dos puntualizaciones: la primera, la altermodernidad, como mentalidad o espíritu de época, es una categoría que se aplica a los sujetos, no a los Estados. Soy consciente, por tanto, de que esta es una línea de interpretación arriesgada que da por sentado que el Estado puede asumir una categoría reservada al sujeto, lo cual es cuando menos debatible. Aun así, creo que los Gobiernos actúan no solo desde la ideología política, sino también desde una determinada “mentalidad de época”, especialmente teniendo en cuenta que cualquier Gobierno está dirigido por seres humanos que no son inmunes al ambiente y la sociedad en la que viven; la segunda, este ensayo está escrito desde la más absoluta cercanía y carezco de distancia crítica para valorarlo debidamente. Por tanto, tómense mis palabras con suma cautela. Esperemos que no estén de acuerdo con lo que voy a decir.
No creo que sorprenda a nadie si afirmo que estas pasadas semanas están siendo duras para todos, y que parece muy poco probable que las venideras vayan a dejar de serlo. Es prácticamente incontestable que esto nos cambiará la vida. De hecho, ya lo está haciendo, en tantos ámbitos que detallarlos todos resultaría una tarea interminable. Es por ello que, más allá de enumerarlos, quiero utilizar este espacio para pensar en esta crisis. El pensamiento, entendido como la búsqueda de simetrías entre realidades diferentes, es un ejercicio particularmente deseable en momentos de incertidumbre porque ofrece relaciones entre diferentes fenómenos que de otro modo pasarían inadvertidas.
Hagamos primero una fugaz pasada por los antecedentes que nos han traído aquí. Desde la crisis del petróleo de 1973, se produce un cambio particular en la geopolítica mundial. La economía neoliberal privilegió el interés particular sobre el general y el beneficio corporativo sobre el derecho a una vida digna. El mantra de la economía por encima de la vida se repitió y perpetuó durante los años 80 en los gobiernos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Felipe González, François Mitterrand o Deng Xiaoping, entre otros. Al mismo tiempo, la nueva mentalidad posmoderna emergió para (a/e)nunciar la caída de los grandes relatos y, con ella, la pérdida de la identidad. La falta de un soporte metafísico para el sujeto llevó a la supremacía de lo sensible-material, al tiempo que la esperanza y la creencia se sustituyeron por el desasosiego, la descreencia y el simulacro. La caída del muro de Berlín y el Fin de la Historia, en 1989, apuntalaron ese proceso para dar paso a un tiempo supuestamente libre de fricciones políticas, económicas o sociales donde el capital doblegó a los Gobiernos y se construyó un clima de tolerancia. Así, se consumó una senda utópica basada en el mito neoliberal del crecimiento como progreso, al amparo del único y mejor sistema económ… 11 de Septiembre de 2001. El derrumbe de las torres gemelas conmociona al mundo. El atentado supuso un choque frontal contra el neoliberalismo hegemónico. Si 1989 fue el Fin de la Historia, 2001 fue su reinicio. La nueva guerra contra el terror(ismo) desestabilizó el panorama político, lo cual sin duda es una de las causas de la Gran Recesión de 2008.
Esta crisis resulta fundamental, por cuanto trajo una nueva conmoción al mundo del arte, que quedaría plasmada en la obra Radicante, de Nicolas Bourriaud. En su texto, Bourriaud critica a la posmodernidad y a sus manifestaciones artísticas, asumiendo que la pluralidad de la que hacía gala el arte posmoderno contemporáneo era, de facto, indicativa de un arte débil, carente de la voluntad iconoclasta que debía tener todo arte verdaderamente vanguardista. Un arte cómplice con la narrativa neoliberal capitalista que había conducido a la crisis. Un arte que, junto con la política, era el discurso público que había justificado y amparado unas prácticas económicas en ocasiones abiertamente violentas. Un arte que había dejado de contener una reivindicación para convertirse en un colaborador del poder establecido. En suma, se trataba de un conjunto de expresiones que, si no reproducían la ideología dominante, tampoco la cuestionaban. Esto significaba que, en el mejor de los casos, el arte posmoderno camuflaba ideología neoliberal bajo el paraguas de la libertad, el multiculturalismo y la diversidad. Una operación de camuflaje, similar a cuando los padres disfrazan un medicamento mezclándolo con alimentos, a cuando se mezcla marihuana con tabaco o a cuando se diluye alcohol en Coca-Cola. Todo bajo la idea de que, una vez disuelto un elemento sobre otro, separarlos resulta difícil cuando no imposible.
Por tanto, se hacía imperativo no solo exigir responsabilidades éticas al discurso artístico, sino reconstruirlo a través de la politización de la propia obra. A juicio de Bourriaud, la reestructuración del arte debía partir de una reflexión estética que llevase, en última instancia, a un cuestionamiento ético de la sociedad que había permitido y amparado la crisis de 2008 en su anhelo por crecer ilimitada y desmesuradamente. Dicho de otra manera, cualquier crítica hacia los discursos de poder debía hacerse rechazando el empleo de los mecanismos retóricos y estéticos que tales discursos empleaban. Rechazar una sociedad implicaba rechazar sus eslóganes. Bourriaud pareció hacerse eco de la reflexión adorniana: divertirse es estar de acuerdo. El divertimento, como operación estética asignada genuinamente al arte, implica la anulación del juicio crítico. Por tanto, la reactivación de este hace necesario suprimir el propio divertimento. El arte debía dejar de ser emocionante para ser conmocionante, porque si no, ¿cómo sería posible detraer al sujeto de la anestesia en la que vive? Para Bourriaud, el débil arte posmoderno solo favorece el adormecimiento del sujeto proporcionándole un plácido sueño. El arte radicante debe tornar ese sueño en una pesadilla que sobresalte al sujeto y lo despierte. Es necesario causar un shock que, en su primer momento, debe ser formal. Solo esa violenta sacudida tiene el poder de despertar al sujeto. Obviamente, esa conmoción formal se tiene que acompañar de un auténtico deseo de reinicio artístico. Borrón y cuenta nueva. Hay que asesinar a la posmodernidad, en un acto que podríamos calificar de parricidio (est)ético. Sustituyendo las formas estéticas sobre las que se sustenta el débil pensamiento posmoderno, es posible sobreponerse a él. Si el arte radicante no busca ese reinicio, no dejará de ser una manifestación vacua carente de compromiso político, una forma más de la sociedad del simulacro espec(tac)ular.
Hasta ese punto, resulta sencillo adherirse al manifiesto radicante. Es una mera destrucción de lo anterior. El auténtico reto consiste en el paso siguiente: en el supuesto de que se derribase el arte posmoderno, se pregunta Bourriaud, ¿qué se debería construir en su lugar? Un arte que huya de la debilidad estructural e intelectual. Un arte que, en vez de ligarse imperativamente a su pasado histórico o estético, decida por sí mismo a qué elementos o tradiciones vincularse: pasado, presente, futuro, literatura, imagen, escultura, música… Cualquier nexo que él mismo decida marcarse. Un arte auténticamente globalizado que se conecte con aquello que más le atraiga. De esta manera, sostiene Bourraiud, el arte deja de ser un árbol cuyas raíces se hunden en la historia artística, para convertirse en una especie de enredadera sujetada y conectada con puntos diversos a voluntad. Si el arte posmoderno busca la disolución de la obra, el arte altermoderno busca su revalorización. Si el arte posmoderno es procesual (piénsese en las pinturas de Jackson Pollock donde lo que cuenta es más el proceso artístico que el resultado), el arte altermoderno tiene su punto culminante en el resultado; si el arte posmoderno privilegia la tolerancia, el arte altermoderno defiende, precisamente, la politización del discurso. Si en el arte posmoderno cabe el kitsch, en el arte altermoderno entra el shock. Donde el arte posmoderno es objeto de consumo por parte de una industria cultural burguesa, el arte altermoderno rechaza frontalmente esa dinámica por considerar que el arte consumible no cambia ni se modifica salvo por las decisiones de los mercados artísticos. Esto último es el motivo por el que proponen el cambio como dynamis artística, una suerte de garantía protectora que salvaguarde al arte de formar parte del universo de la mercadotecnia. En esencia: la posmodernidad ha suprimido la carga iconoclasta del arte, y tan solo quedan representaciones artísticas formales carentes de todo impulso auténticamente vanguardista. Es, por tanto, crucial restaurar el anhelo rompedor del arte.
Esta misma praxis artística es extrapolable al sujeto. El sujeto altermoderno se compromete políticamente, se sustrae del autoerotismo del mercado y se relaciona con elementos diversos, de forma libre, de acuerdo con su propia voluntad. La historia no le lastra ni le condiciona, sino que desarrolla una “identidad de buffet libre”, tomando aquellos elementos que le interesan y descartando los que no. El sujeto altermoderno se desacomoda y desacomoda al resto. Ejerce un incontestable cinismo. Se suele decir que Nietzsche es el padre de la posmodernidad, pero la libertad y el individualismo con el que el sujeto altermoderno se desarrolla son nietzscheanos: solo acepta aquello que le haga crecer y solo mientras le haga crecer. Aquello que le depotencie, que le deprecie o que le suponga un lastre será ignorado. Si la posmodernidad implica la disolución de la identidad individual en un constante fluir, la altermodernidad supone su solidificación de aquella vieja liquidez. Sigue faltando una metafísica, pero el sujeto altermoderno no se siente perdido ante este hecho, sino que es metafísicamente autárquico: él mismo es todo cuanto necesita para desarrollar su propio cosmos. En la modernidad, el metarrelato condicionaba el conjunto de conexiones intersubjetivas y su marco; en la posmodernidad, la caída del metarrelato implicó la pérdida de sentido y de identidad; en la altermodernidad, la identidad reaparece, fuerte, decidida, comprometida. El sujeto puede ser un provocador que se ha asumido a sí mismo y ha aceptado sus contradicciones, alguien que ha tomado conciencia y control de sí mismo y que reniega de una esencia inmutable, pero sin desprenderse de aquellas cosas que individualmente le dotan de sentido. El sujeto altermoderno se proyecta desde sí mismo hacia el exterior. Ha abandonado esa liquidez posmoderna que lleva a cambiar constantemente hacia categorías identitarias sin que ninguna lo represente salvo temporalmente. Su yo parte de él hacia el exterior. No se amolda a las circunstancias externas, sino que acepta aquellas que se amoldan a él. Es un sujeto fuerte, con suficiente carácter para renegar de la centralidad o aceptarla, según le interese. El término “carácter” deriva del vocablo griego capassein, que significa “grabar en piedra”. Para Carl Schmitt, el agua es un elemento sin carácter porque siempre adopta la forma del recipiente que la contiene. El carácter implica una cierta perdurabilidad, una autoaceptación que, precisamente por dotar de forma al sujeto, lo aleja de la (no)identidad posmoderna. Ya no existe ese fluir errante, sino más bien un autoexamen del que deriva la vinculación con aquello que funciona para el sujeto en ese momento.
Todo esto está muy bien, pero ¿qué tiene que ver con la actual situación? Pues, aun a riesgo de sonar presuntuoso, me atrevería a decir que mucho. Las medidas gubernamentales que se están tomando en todo el mundo se pueden explicar a través de la altermodernidad. La primera medida, y la más significativa, es que los Estados afectados no están tomando decisiones en común para solventar esta crisis. En Asia, no se planteó un frente conjunto para resolver la situación, sino que cada país optó por las medidas que consideró más favorables de acuerdo con sus intereses. De esa manera, el modelo de contención asiático privilegió el Big Data como herramienta para el control ciudadano y medidas restrictivas cuya dureza variaba en función de la región. Aunque la pandemia todavía no ha alcanzado su pico en América, actualmente parece poco probable que el continente vaya a tomar medidas consensuadas entre todos los líderes. No imagino a Donald Trump reuniéndose con Nicolás Maduro, López Obrador o Alberto Fernández. Jair Bolsonaro sería el único mandatario con el que podría reunirse, pero ha sido recientemente apartado del poder. Esta escasez de medidas conjuntas también explica que miles de conductores mexicanos se parapetasen en la frontera con Estados Unidos para impedir el paso de estadounidenses potencialmente infectados a tierras mexicanas (la imagen de la ciudadanía mexicana “cerrando fronteras” guarda, a mi juicio más particular, una enorme justicia poética). Si me dirijo a Europa en último lugar, es precisamente porque, además de ser el actual epicentro de la pandemia, es el caso que seguramente mejor conozcamos. Evidentemente, el Viejo Continente tampoco está adoptando medidas comunitarias: cada país legisla en confinamiento como mejor le parece, y no hay criterios unificados para el conteo de víctimas mortales, ni un umbral a partir del cual se deba declarar el Estado de Alarma, ni una serie de medidas comunitarias de obligado cumplimiento, ni nada remotamente similar. En parte, esto se debe a que la legislación europea no prevé una situación como la actual, pero por otra parte, nuestros líderes se encuentran divididos y no alcanzan acuerdos para actuar conjuntamente en esta cuestión. Hace escasos días se reunieron los presidentes y primeros ministros de varios países europeos, y tenían ostensibles diferencias respecto a cuál debería ser el tratamiento de esta crisis. Por tanto, no hay un fondo común al que acudir, ni un marco legislativo, ni una fuerza investigadora. Las autoridades de varias regiones de Europa retienen o requisan envíos de material sanitario comprado por otros Estados con la legitimidad con la que, en guerra, se cortan los suministros al enemigo. Esto evidencia la existencia de una absoluta falta de coordinación a nivel europeo y habla de una absoluta dispersión en el marco internacional. En el peor de los casos, incluso pone de manifiesto que la UE no nació bajo el paradigma de la solidaridad entre países europeos sino más bien de la desconfianza: los Estados miembros ceden cierto grado de control sobre su interior a cambio de obtener una ligera potestad sobre los otros miembros. Las constantes requisaciones han llevado a España a comprar material en China, ya que Europa no puede garantizar determinados suministros sanitarios. David Sassoli, presidente del Parlamento Europeo, ha hablado de “egoísmo nacional” para referirse a esta situación. Sus palabras son reveladoras: “Cambiarán muchas cosas, y cambiará la forma en que miramos a la globalización y sus mecanismos. Cambiará nuestra organización”. Dice también Sassoli que “no podemos usar las anteojeras y los paradigmas que utilizamos en 2008. Tenemos que tener una mirada nueva”.
La realidad de ese egoísmo nacional se plasma en los varios testimonios de subastas a pie de pista de los aeropuertos, donde los países que mejor pujan se llevan los suministros sanitarios. El Banco Central Europeo no ha emitido aún los llamados “coronabonos”, y parece dudoso que eso vaya a suceder, a pesar de que las pérdidas económicas derivadas de esta crisis serán incalculables. Los líderes europeos han cancelado los vuelos que operan en el Espacio comunitario, y se han restituido las fronteras en aras de la seguridad. Son demasiadas evidencias para sostener que se está actuando conjuntamente. De hecho, son varias las voces que se han alzado durante esta crisis para señalar, precisamente, que Europa está yendo en la dirección contraria a la acción conjunta. El proyecto europeo, en opinión de estas voces, parece tener un libre mercado común pero no se está dotando de política común en esta crisis. Esto apunta hacia el peligro de que Europa quede reducida a una mera alianza económica y que, en última instancia, se plantee su disolución ante la evidente falta de una clase política europea y europeísta. En resumen: los líderes mundiales parecen haber regresado en parte a la época de la soberanía.
La soberanía es una idea profundamente poco posmoderna, porque contradice la pluralidad, la κοινὴ tras la que supuestamente se fundamenta la UE, que no es otra que el abandono de la unilateralidad en favor del multiculturalismo posmoderno. Es más, el soberano no es un sujeto que encaje en la posmodernidad sino, más exactamente, en la (alter)modernidad, porque se trata de alguien que parte de su autoconocimiento para definir al otro, y no al revés. El soberano ordena, dispone. Ejerce la autoridad de la que ha sido dotado. El Estado moderno a partir del siglo XV hereda la auctoritas de la Iglesia católica y la personifica en la figura de su gobernante, el soberano, que cuenta con una legitimidad ética para el ejercicio del gobierno. De ahí que los soberanos de los siglos XV al XVIII sean monarcas absolutistas por la gracia de Dios. El regreso a la política soberana es un cambio hacia una forma (alter)moderna de afrontar esta crisis, basada en la desarticulación de lo que podría haber sido un frente común. Es cierto que el estado de alarma es un mecanismo previsto en nuestra Constitución para este tipo de situaciones. Sin embargo, su activación está enormemente regulada y solo puede hacerse en casos excepcionales. Esto es así en parte porque es una forma de Estado antieuropeísta que elimina la necesidad de establecer legislaciones comunitarias. La soberanía supone una cierta autarquía, un valerse por sí mismo, una dureza. La soberanía requiere carácter y es enemiga de la timidez y la moderación. La soberanía es una forma sólida de gobernar.
Este regreso a la soberanía de los Estados se diferencia de las prospecciones de la ciencia ficción. Estoy refiriéndome a títulos como Armageddon, la franquicia Terminator, Independence Day, Watchmen, Guerra Mundial Z, 12 monos y otros tantos títulos que especulan acerca de posibles cataclismos futuros y la respuesta ante un evento que amenaza la vida de miles de millones de personas. La ciencia ficción en estos casos ha apostado siempre por una suerte de “gobierno internacional” que aglutinase una respuesta en muchos casos universal, como una especie de “collage” político. La vida por encima de la economía. En Armageddon, el Presidente estadounidense pone en contacto a sus mejores astronautas con un equipo ruso, y ofrece al Presidente de México una quita de la deuda mexicana con EEUU a cambio de que el país centroamericano acepte refugiados estadounidenses. En Guerra Mundial Z, se forma un gobierno militar a bordo de un barco militar. Inicialmente, se trata de un alto mando estadounidense, pero pronto comienzan a coordinar acciones con otras zonas afectadas. Al final de la película, se intuye que la Humanidad ha decidido luchar en su conjunto. En 12 Monos, el gobierno está ocupado por un grupo internacional de científicos que toman las decisiones políticas y administrativas. En la saga de películas Terminator, los escasos humanos que quedan ya tienen el control político de la Resistencia, cuyo cometido fundamental es unirse para la amenaza común que representa Skynet. En Independence Day, personajes de distintos lugares del mundo y clase social colaboran para desterrar la invasión alienígena, al tiempo que las grandes potencias del mundo se reúnen y forman un Comité Internacional desde el cual se coordina la acción a todos los niveles. El final de Watchmen sostiene que, ante la amenaza global, las grandes potencias del mundo aparcarían sus tensiones en favor de su supervivencia. En el mundo real, los países se han retraído sobre sí mismos. Todavía es arriesgado suponer que la falta de internacionalismo esté siendo uno de los errores en la lucha contra el virus, pero también es pronto para descartar esa tesis.
La otra gran característica de la batalla contra el COVID-19 se deriva, precisamente, de la falta de acuerdos internacionales: los Gobiernos están actuando con contundencia. Los confinamientos son solo una de sus líneas de actuación. También está la hibernación de la economía, las ayudas y asistencias a trabajadores y empresas, la paralización de los desahucios, las moratorias o suspensiones de hipotecas y alquileres, y muchísimas otras medidas gubernamentales. Este no es solo el caso de España: Francia e Italia también lo hicieron. El gobierno chino mandó diseñar una aplicación que era obligatorio descargar e instalar, y cuya función principal era la de monitorizar los pasos de cada ciudadano, permitiendo de esa manera controlar que no estuvieran contagiados. Incluso los países que inicialmente se mostraron más escépticos, EEUU y Reino Unido, se están viendo obligados a interceder. Se habla de recuperar el New Deal de Roosvelt o el Plan Marshall, a tenor de la enorme recesión económica que seguirá a la crisis sanitaria. Sin embargo, lo que me interesa señalar es, precisamente, lo que apunté al principio: los Estados están actuando con contundencia. Si algo está demostrando esta crisis es que las democracias occidentales pueden permitirse, en aras de nuestro bienestar común, coquetear con el modelo propio de los Estados policiales. Se han cerrado fronteras, se ha desplegado al ejército, se ha detenido gente en la calle, se ha vigilado preventivamente a la población o se requiere documentación para ir a trabajar.
No pretendo ser corto de miras: no digo que estas medidas sean un atentado contra nuestras libertades y que debamos infringirlas. Al menos, no por ahora. Pero sí digo que la facilidad con la que las democracias occidentales han adquirido rasgos de dictaduras y han mutado en Estados Híbridos que conjugan elementos democráticos con otros autoritarios permite hablar de Estados Altermodernos. Si el sujeto altermoderno puede vincularse con aquellas formas que él libremente elija tomando aquellos elementos que le interesan y descartando los que no, ¿no es precisamente eso lo que han hecho los Estados ante la pandemia? Parece irónico, pero son las democracias occidentales las que han confinado a 3000 millones de personas y las han encerrado en sus casas. No diríamos que nuestro actual modelo de Estado es antidemocrático, ¿verdad? Y aún así, tiene características de los Estados autoritarios. Creo que eso se explica asumiendo que es un Estado altermoderno. Personalmente, mi preocupación central en este sentido es que un Estado como el descrito, capaz de invocar rasgos autoritarios sin dejar de ser una democracia, es ejecutivamente perfecto, y será cuestión de tiempo que las élites dominantes del mundo se sientan atraídas por estas nuevas formas del Estado. No debe extrañarnos si en el futuro se producen cambios en el modelo de Estado, porque la Historia nos dice que los Estados cambian como consecuencia de las crisis: la peste del siglo XIV conllevó el auge de los Estados-Nación en el Renacimiento y el decaimiento de los regímenes feudalistas; las Revoluciones Francesa y Americana lanzaron la primera piedra al Antiguo Régimen, la Guerra Mundial terminó con el Imperio Austrohúngaro, entre otros muchos casos. La pregunta no es tanto esa como cuál será la dirección de este cambio: hay quienes apuntan que giraremos hacia los modelos asiáticos, con predilección por el Big Data como herramienta para salvar vidas y prevenir problemas, hacia un control social más estricto y una economía enormemente desregulada. También hay quien ha sostenido que esta crisis supone un golpe mortal al capitalismo del que será imposible que se recupere. Podríamos hacer otro análisis sobre el camino al que parece que se inclinan los países europeos, pero eso nos llevaría a excedernos de espacio. Lo importante aquí es que la crisis del COVID-19 ha dado justificación para poner en marcha lo que podríamos llamar un autoritarismo higiénico que contiene en su seno prácticas y procesos hasta ahora vistos como invasivos y lesivos para los derechos de los europeos.
La ciencia ficción contemporánea, en cambio, nos ofreció varios títulos con una perspectiva considerablemente distinta. En muchas obras del género, el Estado no se impone ni toma medidas severas como las que se han adoptado en Occidente. Más bien, se revela como una entidad inoperativa ante la amenaza biológica. No se aprecia una respuesta firme del Estado, sino más bien su desarticulación. En la sociedad posapocalíptica que se nos presenta en The Walking Dead no hay rastros del Estado, ni ninguna fuerza estatal responde. Tan solo quedan supervivientes. En Daybreak sucede lo mismo: el Estado se revela incapaz de responder al apocalipsis y los adolescentes que quedan vivos son los encargados de buscar comunidades alternativas donde sentirse seguros. También se repite esta dinámica en 28 días después, cuyo protagonista se levanta cuando ya no queda resto ninguno del Estado. La única obra donde se aprecia una respuesta estatal es Soy Leyenda, pero es a través de flashbacks; el presente es un mundo posapocalíptico donde aquellas respuestas tampoco han resultado suficientes. En general, allí donde el Estado adelgaza o flaquea, florece el interés privado. Por tanto, parece lógico suponer que la ciencia ficción ha utilizado el apocalipsis como un motivo literario para criticar un potencial y peligroso auge del neoliberalismo a través de un muy simbólico “sálvese quien pueda”. La crítica hacia la debilidad del Estado como garante del bienestar de sus ciudadanos tiene que ver con el proceso de neoliberalización llevado a cabo en el último cuarto del siglo XX, proceso que implicó que proliferase la metáfora neoliberal de la “ley de la jungla”. A falta de un Estado que regule el interés general, solo queda el interés particular. Sin embargo, lo que la ciencia ficción no pudo pronosticar es que se formase un modelo de Estado que, como el Dios Jano en la mitología clásica, fuese bicéfalo y pudiese reunir sobre sí mismo atributos democráticos y autoritarios. Este modelo híbrido no aparece nunca: los Estados son o democráticos o autoritarios, en buena medida porque se entiende que para ser lo uno es imperativo rechazar lo otro.
Conclusiones
Quizá la conclusión más obvia ya se haya dicho: “Una vez más en la brecha, queridos amigos”—decía Shakespeare en Enrique VIII—. Y, ciertamente, la contundente obviedad es que nos hemos topado de un plumazo con una nueva crisis, cuando las heridas de la anterior todavía sangran. Es incuestionable que queda mucho por vivir y que la situación no ha hecho más que empezar. Sin embargo, creo genuinamente que la forma en que estamos haciendo frente a esta crisis es distinta de lo que vimos en 2008. En aquella ocasión, las recetas germánicas de austeridad se aplicaron por todo el continente, mientras que hoy parece evidente la falta de concierto. Creo que en estos 12 años Europa se ha debilitado: han aparecido los discursos antieuropeos; se ha instaurado la posverdad y la cloaca informativa y mediática y han emergido fenómenos de tiempos anteriores. Por un lado, los nacionalismos y los nacional-populismos, representados en el auge de partidos de extrema derecha; por otro, un nuevo frente revolucionario que busca no dejar a nadie atrás como se hizo en 2008 y que ofreció discursos políticos fuertes en un momento ideológicamente descafeinado. Creo que un punto clave en ese debilitamiento progresivo de la idea de Europa fue el “oxi” griego: no solo porque haya resultado imposible mirar igual a las élites financieras después de aquello, sino porque ha servido como abono para la disgregación del sueño europeo. Los nacional-populistas se sienten traicionados y defienden abandonar la Unión —véase el Brexit— señalando que el caso griego evidencia que los Estados miembros han perdido su soberanía; el frente neoizquierdista interpreta que una Europa donde la economía por delante de la vida obliga a un revisionismo de los pactos sociales antaño alcanzados. Hay un poso profundamente altermoderno en estas formas de entender Europa y la política europea. Las sociedades que han superado la Gran Recesión han emergido mucho más politizadas. En política, hemos pasado de la tolerancia a la reivindicación, de una cierta indiferencia posmoderna representada por el “todas las opiniones son válidas” a formas y modelos de Estado mucho más incendiarios. Basta ver cualquier tertulia política de 2006 y una de ahora. Les invito a hacer ese ejercicio. Notarán los cambios. Aunque todavía estamos luchando para ver que lo personal es político (Foucault), sin duda hemos aprendido que la política es algo muy personal. Todavía es pronto para ver a dónde conducen estos nuevos senderos, que parecen abrirse ahora más que nunca, pero, en este punto, creo que sí podemos afirmar tres cosas sin miedo a equivocarnos: la primera, que Europa y el mundo han cambiado mucho en estos últimos doce años; la segunda, que la generación apolítica a la que pertenecieron nuestros padres está siendo relevada por otra generación enormemente cargada de compromiso político; y la tercera —y quizás la más importante—, que si alguna vez vivimos en un tiempo poshistórico (Fukuyama), atrás quedan ya esos días. Espero que no estén de acuerdo con lo que he dicho.

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