por Rafael López Borrego

En su último libro titulado Guía para el arte del siglo XXI el profesor Francisco Javier San Martín apunta algunas de las características que definen al arte de esta nueva centuria en comparación con la manera que la gente tenía de percibirlo a lo largo del siglo pasado. La irrupción de la telefonía móvil y la proliferación de pantallas han convertido los elementos de percepción en una tortuga que se conforma con aquello que recibe sin plantearse la mínima cuestión acerca del significado de imágenes o textos. La reflexión y trasvase de comunicación entre el espectador y la obra de arte ha sido sustituida por la siguiente imagen que aparece de forma infinita en la pantalla en un loop que parece no tener fin.

  Lo relevante del arte del siglo XXI es que tiene que vérselas con un público idiotizado por las pantallas, por la imagen móvil, por un texto mínimo, un público al que ha arrojado en brazos de la banalidad y la indigencia intelectual. En un panorama como el actual, dominado por la imagen en movimiento y en el que se ha instaurado ya en la práctica la post-alfabetización, el objeto cuadro-escultura, el dibujo o la imagen fija parecen no decir nada, precisamente porque nada le pide al espectador que ha perdido la facultad de atención sostenida. (San Martín 2019: 214).

     Algunos pensadores durante el siglo pasado hablaban de la mirada o la percepción distraída, entre ellos Benjamin, Adorno o Kracauer. La posibilidad de perder la atención ante la saturación de imágenes y textos podría provocar que no se diera la importancia que tienen a ciertos fenómenos culturales, pasando por encima de ellos. Saltamos en nuestras pantallas de una imagen a otra, siendo difícil distinguir la procedencia o significado de cada una de ellas. Solo es necesario seguir arrastrando la pantalla. Se produce de esta manera una regresión en los procesos de percepción que lleva en muchos casos a una valoración errónea de aquello que se pretende conocer o, en ocasiones juzgar. Centrarse resulta muy complicado, parece que vivamos una época de multitarea.

La nuestra es una época de atención dispersa, del modo multitarea. Los momentos de actividad delante de la pantalla (trabajo, lectura, comunicación…) se rompen por una serie de accesos discontinuos a unos y otros. No sabemos ya hacer una única cosa. Rupturas constantes y yuxtaposición de actividades configuran una de las características más típicas de la nueva experiencia de vida en la cultura de los medios de acceso a la información, y acaso sean también la forma más palpable de las nuevas formas de ansiedad. (Martín Prada 2018: 29)

     En cuanto a las imágenes resulta complicado diferenciar la imagen artística del resto de las que pueblan nuestros dispositivos. Se trata de una competición que viene dándose desde finales del siglo XIX, cuando el desarrollo del capitalismo propicia un avance del consumo que se vende a través de diferentes imágenes. Su extensión a lo largo del siglo XX ha sido exponencial, llegando a abarcar todos los ámbitos. Se ha viralizado casi hasta el extremo en los últimos años. El uso de los apósitos móviles y la masificación de los medios de comunicación de masas han contribuido decisivamente. En la última década esta distribución promiscua de la imagen alcanza su cenit con el surgimiento y, en algunos casos, desaparición por agotamiento de algunas redes sociales. Pensemos en alguna de las que están de moda actualmente, como Instagram, donde encontramos todo tipo de fotografías, desde aquellas que se dedican a la promoción personal, a los negocios, a los artistas o simplemente al postureo y la construcción de una imagen irreal.

El punto de partida para poder “ver” las imágenes y realizar una interrogación crítica es proponer e identificar imágenes desvinculadas de los fines pragmáticos que en todo el mundo determinan los canales mediáticos de la imagen: diseño, publicidad, medios de masas y redes digitales. Si el arte sigue teniendo vigencia es porque gracias a su potencia formativa, a su fuerza de representación, pone en pie universos sensibles de sentido, capaces de romper y cuestionar la homogeneidad de la cadena estética continua que mediatiza sin fisuras todas las formas contemporáneas de la experiencia. Imágenes alternativas, singulares, que transmiten pensamiento, emoción y placer. Utilizando lo que miramos, se puede así alcanzar a ver aquello que querríamos construir: una sociedad de seres humanos realmente libres. Abiertos a la interrogación. Y a la construcción creativa de la vida. (Jiménez 2019: 147).

     Así pues como apunta el profesor José Jiménez en nuestra sociedad resulta muy complicado separar y distinguir la imagen artística de aquella que se encuentra ligada a la publicidad o al diseño. Para poder hacer una diferenciación hay que tener verdadera voluntad. Olvidar la “mirada distraída” y buscar el plus que pude proporcionar la imagen artística que busca un diálogo con el espectador. La imagen artística interroga, cuestiona, busca los huecos por los que penetrar para hurgar en la herida. Persigue no solo una reacción sino una respuesta ante un hecho concreto. Lo que ocurre es que no todo el mundo es capaz de hacer esta distinción entre las maneras de presentación de la imagen. Por ello observamos cómo algunos artistas aprovechan el desconocimiento para crear obras que se encuentran más cerca de los otros planteamientos que de la obra artística. Cultivarán como veremos algunas de las técnicas que enlazan con el gusto de la gente. Debido a ello son capaces de conectar, no solo con el público sino también con coleccionistas de todo el mundo. Sus imágenes amables son algunas de las que alcanzan mayores precios en las subastas de arte y estos artistas son requeridos por ello para realizar exposiciones en diferentes museos. Con ello los directores pretenden garantizarse un número considerable de visitas, atraídos por el nombre del artista y la facilidad de acceso a las obras que presentan. Son obras que se acercan a la nulidad intelectual, no requieren de ningún esfuerzo, están plagadas de colores y cuando representan formas lo hacen de una manera cercana a la cultura popular y a la idea de lo mono o lo cuqui, aspectos que vamos a tratar de definir más adelante. El marchante Charles Saatchi sabe mucho de ello, pero para él importa más el mercado que la calidad de la obra. Vende lo que el público demanda y esa demanda se aleja de la complicación y se decanta por el simplismo.

Cuando le sugieren (a Saatchi) que puede haber grandes artistas que pasen desapercibidos, replica con lucidez: “En general el talento escasea tanto que es más fácil que la mediocridad se confunda con la genialidad pero no que el genio pase desapercibido”. Tiene, mal que nos pese, más razón que un santo: el mundo del arte contemporáneo está lleno de presuntuosos, torpes de vocación, gente resentida que ha sido capaz de llegar a algo actuando como pajes de comisarios que son aún más cretinos… Culmina Saatchi diciendo que “hay un ejército entero de conservadores ahí fuera dispuestos a defender que el arte es todo lo que el artista decide que es”. (Castro Flórez 2019: 56)

     Concretamente me refiero a alguno de los artistas más cotizados o bien más demandados en la actualidad para algunos centros de arte. El cuarteto está compuesto por Damien Hirst, Jeff Koons, Takashi Murakami y Yayoi Kusama. Vamos a realizar una pequeña reseña de cada uno de ellos comentando los aspectos que han llevado a su obra a convertirse en algo puramente banal y carente de contenido, pero capaz de conectar con un público adormilado.
     Damien Hirst se dio a conocer gracias al tiburón tigre que sumergido en formol presentó en una vitrina. El título de la obra aludía al paso del tiempo, un tema desarrollado por multitud de artistas a lo largo de la historia del arte. Una vanitas contemporánea que le hizo ser abanderado de la generación de los Young British Artists. La fama del tanque de formol, acompañado de diferentes historias que añaden mitología a la obra[1], le hizo repetir con todo tipo de animales que también aparecieron de esta guisa. Estos se vendieron por doquier a lo largo del mundo gracias a la potencia de su mentor Charles Saatchi y que sus galerías White Cube y Gagosian, son uno de los referentes mundiales del arte contemporáneo. Desde ese momento ha presentado diferentes series que se han volcado única y exclusivamente en el mercado para así satisfacer la demanda existente. Se trata en su mayoría de obras totalmente vacías de contenido. En su serie Spot Paintings trabaja con puntos de colores en los cuales realiza una variación en el tamaño o en la coloración de uno de ellos. De esta manera cada cuadro es diferente al anterior. Este proceso, controlado por el artista, ni siquiera requiere su intervención, ya que son los ayudantes de estudio los que lo realizan. Puntos de colores que ni siquiera conectan con la pintura abstracta o minimalista sino que se dedican únicamente a generar beneficios económicos. Con el tiempo no serán recordados como obra de arte.

Damien Hirst, pintor, por ejemplo. En el acto de pintar de Hirst no hallamos un gesto irónico hacia el mercado de la pintura (como podía suponerse), ni siquiera un acto provocativo, sino un gesto de aceptación del entramado comercial que le obliga a ello. “Hirst, escribe Sarah Thornton, ha desarrollado estrategias de producción que le aseguren, en todo momento, material suficiente para satisfacer la demanda de los coleccionistas; ha hecho por ejemplo seiscientas pinturas de puntos (spot paintings) únicas”. (Santamaria 2019: 73)

     Otra de las series ha estado dedicada al mundo de los fármacos, se llama Medicine cabinets, donde coloca diferentes vitrinas en las que aparecen expuestos todo tipo de pastillas de diferentes colores y tamaños. El propio artista dice que le causó una fuerte impresión la visita a una farmacia con su madre y como la química había pasado a ser el sustituto de la fe. Es posible que en estas obras todavía quiera lanzar un mensaje sobre la dependencia y la búsqueda del bienestar en la sociedad contemporánea. Junto a esta tenemos los spin paintings que son óleos giratorios de forma circular donde la pintura se distribuye de manera aleatoria o los butterfly paintings que muestra un collage con alas de mariposa.
     Su última serie (que a día de hoy no ha podido mostrarse por la crisis epidémica que sufrimos) muestra a la perfección todo aquello de lo que estamos hablando. Se trata de cuadros de diferentes tamaños en los cuáles podemos observar ramas de árbol que crecen en diferentes direcciones. Unas serán más gruesas y otras más finas. Sobre ellas el artista se ha dedicado a pintar puntos de diferentes colores donde abundan los tonos rosáceos y los verdosos, salpicados en ocasiones por colores blancos y en mucha menos cantidad algún punto negro. Los puntos en sí se distribuyen de manera aleatoria, a veces son lanzados a distancia para que puedan depositarse sobre la superficie de lienzo (en una manera de trabajar que recuerda al dripping de Jackson Pollock). En este vídeo que el artista ha colgado en la red puede apreciarse su manera ocasional de trabajo https://vimeo.com/333378920. Los puntos ni siquiera están siendo pintados de forma delicada sino que se trata de una combinación totalmente aleatoria.
     La cuestión que planteamos es la demanda que se realiza a una obra de arte contemporáneo. ¿Cuál es el mensaje de este trabajo? Puede tal vez representar a los árboles en flor, esos almendros tan maravillosos que podemos ver en el mes de febrero. Los cerezos en flor que han hecho del ese árbol un símbolo de la cultura japonesa. Pero no tenemos nada más que decir. Se trata de un ejercicio de color donde la mediocridad se hace patente. El artista es conocedor de las posibilidades que le otorga el mercado por el simple hecho de que una obra lleve su nombre. Perfectamente consciente, el riesgo que adquiere es mínimo, ramas de árbol y colores amables, nada de contrastes que puedan distraer al espectador o cuestionarse si existe una temática expresionista.
     Podemos hablar como indica Fernando Castro de un arte lúdico que no sirve para nada.

Desde el frikismo al imperio del reality show, del arte pseudo-provocador al decididamente subastado (por ejemplo, en ese paradigma que establece Damien Hirst) no deja de ser evidente que la división entre lo lúdico y lo crítico, la idiotez y lo sofisticado, lo cutre y lo sublime, no es tan clara como las distintas ortodoxias pretenden. Podemos hablar de hibridación, de mestizaje, de transdisciplinariedad, de “convergencia cultural” o, lisa y llanamente, de una actitud desenvuelta que da por sentado que la pedantería no sirve para nada. Larga vida al bizarrismo y a sus secuelas. (Castro Flórez 2019: 62)

     Otro de los artistas que trabaja en esta línea donde el mercado marca la pauta de comportamiento es Jeff Koons, que realiza figuras amables de animalitos u otros objetos que podríamos calificar como ‘‘neopop’’. En el año 2019 se convirtió en el artista vivo que más dinero ha conseguido por una pieza en una subasta. Se trata de una figura que representa un conejo realizado en acero por la que se pagaron 91.1 millones de euros en la prestigiosa casa de subastas Christie´s, concretamente en su sede de Nueva York. Parece una cantidad que escapa a nuestro conocimiento por una pieza que tiene tan poco que decir. Koons había trabajado como bróker en la bolsa antes de dedicarse al mundo del arte, sabe perfectamente cómo se orienta el mercado y qué es lo que debe ofrecer para satisfacer una demanda totalmente vacía de contenido. El propio artista ha declarado en alguna ocasión que el arte no consiste en realizar una obra del tipo que sea sino en venderla. A ello es a lo que se dedica desde hace tiempo. No fabrica obras sino que las vende.
     El arte, como cualquier otro producto de la sociedad contemporánea, se ha convertido en un objeto de consumo. La gente acude a los museos, ferias o galerías y consume lo que se le ofrece. En algunos casos ese consumo conecta mejor con un público que en la sociedad del espectáculo no está dispuesto a pensar, sino solo a sentarse frente a la pantalla y que todo se le dé hecho y explicado. Una exposición de Koons es un evento cultural carente de contenido, hecho para el consumo, donde las familias pueden acudir con sus niños, reír junto a las obras o tomar fotos en cada una de ellas. No existe mucha diferencia entre visitar Eurodisney y una exposición de Jeff Koons. Las atracciones se han convertido en motivo de exposición y los personajes disfrazados se presentan en formas animales amables para posar junto a nosotros y poder convertirse en nuevos objetos de consumo.
     Simon May se refiere a las obras de Jeff Koons como cuquis. Se trata de obras donde la dulzura se hace presente y donde se produce una infantilización del espectador, que no está solo presente en las obras de este u otros artistas sino que invade nuestro mundo. Desde el bolso de Hello Kitty, el vestido de Winnie de Pooh o la figurita de Mickey Mouse que cuelga de nuestro protector del móvil. Lo cuqui ha invadido nuestra vida y el arte no es ajeno a esta tendencia con obras como las que suele presentar Jeff Koons en sus exposiciones o en subastas.

A primera vista lo cuqui no pretende otra cosa que evocar un jardín de inocencia en el que las cualidades infantiles despiertan sentimientos deliciosamente protectores en sus observadores y les imbuyen de contento y consuelo. Desamparado, inofensivo, cautivador, complaciente son algunos de los adjetivos que lo definen. Morfológicamente se trata de cabezas sobredimensionadas, frentes prominentes, ojos como platos, mentones huidizos y andares torpes. Quizás todo tenga que ver con una idea de sobreprotección. (May 2019: 25)

     Aunque vacías por completo de contenido, es posible conectar estas figuras con la idea de lo siniestro. Quizás por ello tengan una fuerte capacidad de atracción. Freud definía lo siniestro como algo familiar que debiendo permanecer oculto había salido a la luz y al desvelarse provoca una profunda sensación de desasosiego. Las figuras de Koons nos presentan el lado más amable e infantil de la multitud de animales que personaliza, se repiten por doquier. Se trata de figuras que se encuentran en nuestro inconsciente y que tal vez fueron reprimidas, pero esas formas han visto de nuevo la luz y ejercen una fuerte capacidad de atracción sobre nosotros.

Se trata de situaciones propias de nuestros ancestros primitivos pero que desde entonces se nos han hecho ajenas o las hemos rechazado como meras supersticiones tras haberlas reprimido. Pero todo eso nos atrae, normalmente reprimimos algo que nos resulta desagradable y que queremos olvidar en vez de reprimir. Freud decía que la repetición forma parte de lo más profundo de nuestros instintos. Cualquier cosa que nos recuerde esa compulsión inconsciente de repetición será percibida como siniestra. En lo cuqui encontramos todo aquello que nos resulta entrañable e incluso tiernamente conocido pero también ajeno y monstruoso (May 2019: 84).

     Conectando con esta idea de lo cuqui tenemos también al artista japonés Takashi Murakami. Sus obras tienen mucho que ver con objetos de consumo popular impregnados de la cultura japonesa, añadiendo unos toques de manga (libros de gran difusión por todo el mundo que han generado multitud de fans y un gran interés por la cultura y la lengua japonesas) llenos de colores, figuras con ojos desorbitados y amplias sonrisas en sus rostros. Pero Murakami no solo se ha orientado al mercado con sus cuadros sino que sabedor de la capacidad de consumo del mismo ha sido capaz de diseñar todo tipo de objetos con alguno de los personajes que también inundan sus obras. Hablamos de bolsos, camisetas, tazas, llaveros, fundas para el teléfono móvil, alfombrillas para el ratón. Al igual que los artistas anteriores sus obras se encuentran completamente vacías de contenido, no tienen ningún mensaje que transmitir sino es la amabilidad de los personajes que aparecen en ellas. Pero ha sabido hacer perfectamente la lectura de lo que el público demanda y se lo ofrece en forma de “obras de arte” o bien de todo el merchandising que pone a disposición del consumo desaforado.
     En Japón Simon May nos habla de la cultura de lo Kawaii[2] que ha impregnado todos los aspectos de la vida en la sociedad contemporánea de ese país, exportándose también a otros. Es una manera de expresar la represión y la forma de presentar Japón como un país tranquilo y amable. Frente a la idea de agresividad provocada antes y durante la segunda guerra mundial, el país quiere transmitir una imagen de inocencia. Desde entonces han proliferado los muñecos y amuletos que tienen que ver con lo Kawaii. Por supuesto esa idea se ha representado en el manga con la vertiente de lo siniestro, por ejemplo en la representación de una niña que puede atraer a los más pequeños pero al mismo tiempo puede convertirse en una lolita que cautiva a los adultos.

Tanto es así, lamenta el artista Takashi Murakami que el país se ha “enmasculado”, en efecto se ha castrado a sí mismo como consecuencia directa de Hiroshima y Nagasaki, para así, según podemos deducir de sus textos, no volver a dar nunca más motivos para un ataque nuclear. “La cultura kawaii se ha convertido en un ente vivo que lo impregna todo” en el Japón contemporáneo. (May 2019: 55).

     El propio artista trata de definir su obra en un libro titulado Little Boy que fue publicado con motivo de una exposición suya en el año 2005. Sorprende el baño de realidad que aplica tanto a la cultura en sí como al reconocimiento histórico de la tendencia.

Se trata de una sociedad utópica tan íntegramente regulada como el mundo de la ciencia ficción que concibió Georges Orwell en 1984: confortable, feliz, moderno; un mundo prácticamente libre de impulsos discriminadores […] Esas ruinas monótonas del Estado nación que llegaron en la estela de un gobierno títere bajo dominio estadounidense han alcanzado su máxima expresión en nombre del capitalismo […] Cuando unos personajes kawaii, hetare (fracasado) y yurui (blando o apático) sonríen débilmente o se quedan mirando al vacío, la gente del mundo habrá de reconocer un corazón que se derrite de felicidad. Tendríamos que poder encontrar las semillas de nuestro futuro examinando de qué modo la imaginería y estética autóctonas de Japón cambiaron y se aceleraron tras la guerra, fraguando en sus fórmulas actuales. (May 2019: 55).

     Así pues las figuras de Murakami enlazan con toda esta tradición de lo Kawaii que se viene desarrollando en Japón desde los años 60. Coincidiendo además con el avance del capitalismo y el desarrollo de la sociedad de consumo. Sus figuras conectan con un público cada vez más acostumbrado a recibir este tipo de imágenes. Una cultura neopop que ha convertido en estandarte la supuesta inocencia de cada uno de los personajes, objeto de consumo masivo. Arte para un público que demanda lo que el artista le ofrece, aunque no exista mayor profundidad en la obra.
     Por último nos queda Yayoi Kusama, cuya biografía tiene algo de mitológico. Activista durante los años 60. Amiga de Andy Warhol. Regresa a Japón e ingresa voluntariamente en un sanatorio psiquiátrico donde se dedica a pintar puntos de diferentes colores para así calmar las situaciones de estrés provocadas por su problema mental. La artista ha realizado exposiciones en algunos de los museos más importantes del mundo. Algunas de ellas con un éxito arrollador, sobre todo entre las familias que acuden con niños a visitar estos lugares. Las salas se encuentran repletas de un color uniforme salpicado con puntos de diferentes tamaños y colores que lo impregnan todo, incluso, en ocasiones, diferentes objetos extraños pueblan la sala o proyecciones crean distintos efectos con los puntos. Se trata de una de las artistas más consideradas a nivel mundial.
     Ahora, su obra, como el resto que acabamos de comentar, está completamente vacía de contenido. Algunos comisarios quieren relacionar su trabajo con la idea de “pintura expandida”, un concepto que deriva del expresado por Rosalind E. Krauss en relación a la escultura que trataba de explicar los fenómenos de hibridación que se daban en esa técnica artística. Por analogía esta situación que desborda el marco para impregnar toda la sala o la utilización de diferentes técnicas que hacen difícil distinguir entre los distintos campos del arte. Esto, debemos reconocer, está presente en la obra de Yayoi Kusama. Pero en cuanto al mensaje o el diálogo con el espectador no pasa por ser más que una pintura amable, agradable a la vista, cargada de colorido y capaz de conectar a la perfección con la sociedad del espectáculo que, como hemos dicho, acostumbrada a no razonar, no demanda mucho más a la obra de arte.
     Por tanto, hemos tratado cuatro ejemplos de artistas donde se hace patente la “mirada distraída” del espectador. Pero al mismo tiempo son algunos de los más conocidos y los que más reclama la sociedad. Se trata de obras con un mínimo mensaje o en algunos casos sin él. Son trabajos que echan por tierra gran parte del discurso de la posmodernidad. Obras que en vez de estar dirigidas al espectador, se dirigen al mercado, que recibe estos trabajos con los brazos abiertos. Un vacío preocupante para tratar de definir el arte del siglo XXI que debería llevarnos a una reflexión sobre el papel del espectador ante la obra de arte. Benjamin decía que la exposición reprime el valor cultural de las obras, sobre todo la exposición al mercado. Actualmente sufrimos una diaria sobre-exposición a todo tipo de imágenes y el mercado camina hacia extremos no vistos antes. Quizás estas obras sean un reflejo exacto de una sociedad que no demanda más que puntos de colores e imágenes cuquis que agradan la mente y ahondan en la narcosis general que lo invade todo. Una estética pelada de contenido.

BIBLIOGRAFÍA

– CASTRO FLÓREZ, F. (2019) Filosofía tuitera y estética columnista. Murcia, España: Newcastle ediciones.
– JIMÉNEZ, J. (2019). Crítica del mundo imagen. Madrid, España: Editorial Tecnos.
– MARTIN PRADA, J. (2018). El ver y las imágenes en el tiempo de internet. Madrid, España: Editorial Akal.
– MAY, S. (2019). El poder de lo cuqui. Barcelona, España: Alpha Decay.
– ROMERO LEO, J. (2017) El auge de la estética Kawaii: origen y consecuencias.
Kokoro. Revista para la difusión de la cultura japonesa (24). 13-24
– SAN MARTIN, F. J. (2019). Guía para el arte del siglo XXI. Bilbao, España: Bilbaoarte.
– SANTAMARÍA, ALBERTO. (2019). Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo. Mad


[1] Me refiero al deterioro del animal y las malas condiciones de conservación que llevaron a sustituir el tiburón tigre, quince años después de la presentación de la primera obra, tras el pago de un coleccionista de una cantidad millonaria por la obra. En esa operación de venta participaron tanto Charles Saatchi como el galerista Larry Gagosian. Steve Cohen, el coleccionista pago 12 millones de dólares por la obra.

[2] Resulta complicado tratar de traducir la palabra Kawaii al castellano. En inglés tenemos la palabra cute que puede servir para definirlo. En español podemos traducirlo como mono o cuqui. En un excelente artículo publicado por Jaime Romero Leo sobre el auge de la estética de lo Kawaii, nos aporta una serie de definiciones que podemos leer en el diccionario que aluden en primer lugar a la lástima y lo patético, algo que parece miserable pero levanta simpatía, continúa diciendo que es algo que no se puede descuidar, algo que tiene carácter dulce y adorable, que al igual que los niños es inocente, obediente y conmovedor, para terminar con el término lastimoso (Romero Leo 2017: 16). No se trata solo de algo bonito, tierno o agradable sino también de algo inocente, un carácter infantil que todavía no ha llegado a la madurez. Débil, dependiente, incapaz de hacer daño. Tiene que ver con el comportamiento de un niño, donde no existen las malas intenciones ni los dobles juegos.

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