Abajo está la noche. Acabas de salir de una operación a corazón abierto y me ves, pero seguramente es un efecto de la anestesia. Estuviste clínicamente muerto. Ahora yo también estoy listo para morir, solo que a diferencia tuya hijo tengo 31 años y me apena morir tan joven…

Sí, está también el cielo. Con somnolencia sientes cómo te mueven los dedos y los brazos para encontrar el punto exacto donde insertar los cátodos. Es una operación al cerebro, lo último para atenuar los efectos del Parkinson, conocida como DBS, Deep Brain Stimulation. La operación dura unas siete u ocho horas y no pueden usar anestesia porque tienen que controlar tus reflejos y te escuchas gemir y entrevés una imagen cuyo origen desconoces, pero que sabes que está anclada en lo más profundo de tu vida: es un campo de margaritas con una hondonada que se aleja diluyéndose en la neblina, es una neblina luminosa, casi fosforescente, como si un sol interior la alumbrara, mientras que, desde el borde aún visible de la hondonada, unos personajes de pie te miran fijamente y tú los llamas sin poder distinguir quiénes son. Así
te morirás, pensaste, sin saber quiénes te miraban impasibles desde el borde de un campo de margaritas que se va hundiendo para siempre en la neblina.

Al final del pabellón quirúrgico está el mar. Terminas de abrir los ojos y sientes el picor de los tubos de oxígeno hundidos en tus narices y en el semisopor, mientras intentas sentir de nuevo tus piernas, te acuerdas de que buscabas la población Santa Adriana porque debías encontrarte con tus compañeros, pero al llegar solo hay una larga playa vacía y más allá el mar encrespado por las rompientes. Consternado, das vuelta la cara y detrás solo ves calles y más calles. Todos me abandonaron, le dirás a la que había sido tu mujer; tú, Lotty, mis amigos, todos. Tonterías, te responderá ella, fuiste tú el que te abandonaste…

Y sobre la noche el cielo y al final el mar

Imágenes de Paulina Wendt
y textos de Raúl Zurita

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