por Manuel Santana Hernández
Permítaseme comenzar este breve ensayo con un recuerdo personal. La primera vez que escuché el nombre de Raúl Zurita fue durante la carrera. Concretamente, en febrero de 2015, en una clase de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Alicante, que iba a nombrar a Zurita Doctor Honoris Causa. Recuerdo con cariño que mi clase no tardó demasiado en rebautizar al poeta chileno como «Zurita el bueno». No porque nos gustase su poesía particularmente —no la conocíamos demasiado—, sino por un motivo mucho más prosaico: otra de las asignaturas que teníamos era impartida por un profesor también llamado Zurita, un tipo severo y muy exigente que nos llenó el semestre de exámenes y trabajos y que, por supuesto, se había convertido en nuestro corrillo en «Zurita el malo». Aquel primer contacto grabó en mi mente una idea de la que no me he separado todavía: que su poesía se constituye en un bálsamo frente un sistema que, bajo una máscara meritocrática, en demasiadas ocasiones se revela como injusto. Y creo, modestamente, que esta idea es muy adecuada para resumir críticamente la importancia de sus versos.
Podría llenar el resto de este breve ensayo con citas que ahondan en cómo el lenguaje es una herramienta de intervención y gestión social —aquello de que quien controla la palabra, controla el pensamiento—, pero es innecesario. Lo importante aquí es que las palabras definen aquello que recordamos y también aquello que no. La palabra tiene la capacidad de cimentar imaginarios o de cuestionarlos, de manera que la enunciación es un acto mucho más político de lo que se suele creer. La obra de Zurita y su denuncia política se encajan también en esa tendencia, especialmente en los años que van desde Purgatorio (1979) hasta La vida nueva (1994). Su estética deli(be)rante y neovanguardista rechaza el lenguaje para, con ello, poner en cuestión y resignificar la realidad misma. En sus versos, puede hallarse toda una poética del dolor y del malestar. Así, en la introducción de Tu vida rompiéndose (2015), el poeta dice que asume su praxis poética «como una práctica que asumida desde el dolor de la propia experiencia, transforme la experiencia del dolor en la construcción colectiva de un nuevo significado».
Por ello, su poesía evoca la dolorosa pero necesaria toma de conciencia, una exigencia cada vez más apremiante ante un mundo que se revela hostil y donde toda esperanza utópica fue aniquilada, como lo fueron los represaliados del pinochetismo. Así, los versos de Zurita refieren a un espacio y un tiempo abyectos con los que la (des)memoria y los poderes del mundo han sido particularmente amables, lo cual ha permitido que proliferen de nuevo porque, realmente, nunca terminaron de ser condenados o morir socialmente. Eso explica por qué Zurita regresa constantemente al Desierto de Atacama como una metáfora del espacio no deseable. No es casual que elija específicamente ese lugar, pues allí es donde se encontraba el principal centro de detención de presos políticos durante la dictadura chilena. Atacama se muestra como un espacio yermo donde los muertos reposan olvidados del relato colectivo. Mientras tanto, la sociedad habita la desmemoria, al mismo tiempo que el devenir del tiempo está «convirtiendo esta vida y la otra en el Desierto de Atacama». Lo que señala Zurita es que Chile está irremediablemente atravesado por las consecuencias de la dictadura y que es necesario recordarlo. Sus palabras resultan tan punzantes como certeras para los ojos de quien quiere vivir cómodamente sin cuestionarse el suelo que pisa. En esa línea encajan los encefalogramas con versos escritos sobre ellos, o los aviones que surcan el cielo de Nueva York y dicen «Mi Dios es cáncer». El anhelo zuritiano de sacar la poesía de la clásica página en blanco tiene que ver con su deseo de un lenguaje poético que aparezca, como una pequeña epifanía, para revolucionar la imagen cotidiana y reconfigurar los códigos de pensamiento. Afirma Zizek que en el mundo hay verdades incómodas y que la sociedad a menudo prefiere ignorarlas, porque aceptarlas supone asumir que habitamos un escenario mucho menos idílico de lo que querríamos creer. Dicho de otra manera, estamos dispuestos a tapar voluntariamente ojos, oídos y boca —de quien sea, no solo de nosotros— para no distorsionar el paisaje que hemos creído y querido ver, como la famosa estatuilla de los tres sabios. Por el contrario, ignorar estas realidades resulta mucho más sencillo, porque es una práctica que no nos exige nada y nos proporciona una sensación inmediata de satisfacción que, aunque a largo plazo puede ser muy perjudicial, nos priva del malestar presente. Pues bien, las palabras de Zurita rompen esa actitud nuestra de voluntaria ignorancia y nos sitúan frente a, precisamente, esas realidades sobre las que no habíamos querido reflexionar. Si Zizek hablase sobre la obra de Zurita, quizá diría que su obra no es tanto poética como filosófica o política o que tiene más realidad que ficción y que, precisamente por eso, es altamente beneficioso escucharle y, sobre todo, escuchar lo que pensamos cuando le leemos.
Esa forma de actuar, poética y política, me recuerda al funcionamiento de los antisépticos. Para superar una herida como la del pinochetismo chileno es necesario evitar la infección del tejido. Hasta que no se cumpla eso, cualquier intento de reparación será en vano, pues la sepsis se propagará irremediablemente, pudriendo el tejido desde su base hasta el exterior. El antiséptico actúa contra ese proceso. Resulta doloroso aplicárselo, pero también necesario y beneficioso, pues su acción última es balsámica. El antiséptico desinfecta, aunque el proceso para ello incomode. El antiséptico enfrenta al cuerpo a la incómoda verdad de que tiene una herida que necesita atender y sanar. Quizá, solo quizá, lo que se nos remueve cuando leemos a Zurita y sus poemas escatológicamente políticos sea nuestra propia desmemoria, nuestro propio tejido infectado —de cuya existencia a lo mejor no éramos conscientes—. En un mundo donde la estética discursiva dominante se sustenta sobre la tolerancia y un equidistante respeto, el poeta chileno coloca su dedo en esas yagas que no sabíamos que teníamos o que sí sabíamos que teníamos pero no queríamos atender. Zurita el bueno, un antiséptico poético para tiempos de desmemoria.

Deja un comentario