Una autoficción fantasmal sobre la vida y la realidad: visiones surrealistas desde el Purgatorio y en busca de la Redención
por Jorge Arroita
Suele hablarse de Zurita más en calidad de poeta, recordando algunas de sus grandes obras como Purgatorio, Anteparaíso, Canto a un amor desaparecido o el gran compendio del libro blanco de Zurita. Pero en otro de sus miembros, El día más blanco (1999), podemos encontrar una faceta narrativa que, además de congregar (a mi juicio) todo su potencial y representar con prístina precisión algunos de sus grandes temas, se inscribe a la perfección dentro de su vocación de escritura total, haciendo de contraparte necesaria a los otros miembros poéticos que conforman un cuerpo orgánico e indivisible. Tan indivisible que pudiera llegar a parecer repetitivo, mas todo ojo que observe desde esos diversos cristales corre el riesgo de equivocarse con los reflejos que el sol sobre ellos imprime. La tentativa de escritura total en Zurita claro que responde a la repetición, pero en tanto que sería imposible no hacerlo. Sería incluso falaz, incluso desleal a su misma palabra. Un camino tal solo puede estar marcado por una repetición inesquivable y, si es realizado con habilidad (cosa casi indudable en Zurita), con una diferencia radial que va permeando esa repetición como un ritornello, y que consigue tornarla en algo igual y diferente a aquello mismo a lo que vuelve y que lo precedió. Esa es la habilidad de la escritura total zuritiana, y ese es el principio que puede encontrarse en El día más blanco.
Que el género sea narrativo es también clave para la expresión temática de esta obra, permitiendo los juegos líricos dentro de la narrativa (siempre presentes en Zurita), junto a la capacidad autobiográfica e histórica del relato, los cuales se entremezclan en un espacio casi onírico que se sitúa en algún punto insondable entre la vida y la muerte. En este punto se encuentra el espacio central de la obra de Zurita, hablando no solo de El día más blanco, sino de su Obra como tal, con todos sus puntos interconectados y que, tras años y años de escritura, toda crítica pudiera entender como imposibles de separar o desconectar. La escritura de Zurita aspira a un todo, un todo personal (y sin mayúscula), pero a un todo, al fin y al cabo. Un todo que es más una red de significados sobre un espacio translúcido e imposible de mapear con concreción, donde la vista solo ve a lo lejos las coordenadas de aquello que caló en lo abstracto de su espiritualidad, pasando a convertirse en memoria, y también en símbolo. Por ello el Purgatorio es ese espacio en el que todo acontece (como no podía ser de otra forma) por su cualidad de indeterminación, y de espacio sujeto entre dos mundos y entre contrastes constantes con los que algún tipo de yo debe hallarse en algún tipo de tensión. Una tensión que es su misma responsabilidad ética para con su hacer en el mundo. La capacidad del ojo sobre su misma condición.
El yo ficcional de Zurita estará siempre sometido a su propio juicio, como si fuera su escritura el mismo tribunal de ese Purgatorio del que amenaza L’Inferno, o la esperanza de alguna claridad, la cual por desgracia se siente que nunca llegará a conocer del todo, o a la cual, cuando se llegue, no será aquello que se anhelaba encontrar. Es una pugna constante entre esperanza y desesperanza. Una búsqueda perentoria de la Redención, pues la Salvación completa ni siquiera se postula como una candidata en la ecuación. El desencanto, pareciera, que es lo que vertebra esa visión maculada, un pecado congénito casi propio del cristianismo y del horror de observar el cainismo chileno dictatorial, temiendo que su cualidad sea incluso congénita a la especie de la que emergió. Sin embargo, no es la de Zurita una escritura sobre la desesperanza, pudiendo concebirse casi como su opuesto. Es un canto al mundo, pero realizado desde el Purgatorio: una aproximación a la esperanza, que se ve lejana, y cantada por tanto desde la desesperanza. En definitiva, una puerta cerrada que se intenta abrir a oscuras, y cuyo canto en esa noche perpetua es incluso la guía para que otros consigan llegar a ella y poder abrirla, y cantar otras cosas que no sean las que él se vio obligado a cantar. Pensando en Zurita no puedo no pensar que querría cantar a la naturaleza afable, y a algún tiempo imaginario que no fuera su Purgatorio personal, la oscuridad de los tiempos vividos y la realidad desmoronada tras el ojo dolido (“Es mi primer encuentro con la belleza y por mucho tiempo experimento el peso de algo imponente e irremediable”[1]). Algún tiempo feliz antes de la sangre y del mismo tiempo. Una pretensión de abandonar el grito para abrazar el canto, podría decirse.
En este canto autobiográfico de aprendizaje, Zurita narra su infancia desde ese Purgatorio del que su escritura no puede salir. Una infancia que habla sobre lo real, sobre lo más real: el amor a sus allegados, su muerte, el dolor, la esperanza y la desesperanza de alguien que busca crecer desde la orfandad sentimental y que no puede nunca dejar de ser un niño del todo, queriendo ser padre a su vez para lavar ese vacío que había quedado dentro, antes de la inscripción de la propia voluntad y de la ficción de la memoria. He aquí otra de las claves de esta obra dentro de la Obra, su capacidad para proponerse como una ficción cuasifantástica de la memoria sobre la autobiografía, lo que podría llamarse (según los términos académicos en boga) como una “autoficción heterodoxa”. Heterodoxa porque no juega con la narración como ficción desde lo que cuenta intencionadamente un yo, sino que lo que le otorga el matiz de duda es, aparte de la misma memoria como construcción ficcional, lo fantástico o lo oblicuo que es propio de la lírica y de ese Purgatorio irrealizado y lejano que se esconde bajo el velo de la voluntad y tras las puertas de lo real. Un lugar donde lo real termina siendo el verdadero eje sobre el que se impone lo translúcido de la enunciación narrativa y la memoria del poeta. Todos estos matices pueden apreciarse a partir de las siguientes citas de la novela.
“La amiga de mi hermana cumplía, creo, nueve años y hoy ya no está. ¿Qué significa en realidad eso? ¿Dónde no está? La memoria sólo puede respondernos a nuestra propia traición, a nuestra infidelidad a ella como si el hecho de recordar ya fuese en sí una mentira, un abandono” (El día más blanco, 2015, Penguin Random House, p. 57)
“Esa luminosidad azul del cerro Purgatorio es tanto o más real que las rocas que lo forman, que sus laderas abruptas y asimétricas. Es como un espejismo casi imperceptible que siempre aparece en los días despejados. Cierro los ojos y vuelvo a seguir los contornos de otro cerro” (El día más blanco, 2015, Penguin Random House, p. 59)
“No, ese campo también existe y todos los años mi primo le entrega a mi madre un pequeño rédito por él. Una suma insignificante, pero que me prueba su realidad. Existe, me repito, está al lado del río y es el mismo lugar donde ellos vivieron. Reitero y me reitero a mí mismo una y otra vez lo que es cierto, lo que es real, porque lo único que puedo tocar de mi padre y de todo lo que se asocia a él es tan leve e incorpóreo como la textura misma de su muerte y de esas muertes múltiples, como el recuerdo del hombre que hoy duerme” (El día más blanco, 2015, Penguin Random House, p. 83)
“Por un momento tengo la certeza de que el pasado fue un invento y que recién ahora he nacido. Sigo creyéndolo hasta que vuelvo a contemplar la blancura de mi aliento elevándose entre los cuerpos caídos y me doy cuenta de que es irónica esa reciedumbre con que sobrevive lo débil. El lejano olor a yodo que ha subido desde la playa me vuelve a hacer pensar en la sobrevivencia y poco a poco percibo que el soplo de mi aliento transfigura el color plateado de la bruma. Está la bruma y la aspiro una y otra vez expulsándola de mi boca. Soy, me digo, aspirando la bruma. Esa bruma transfigurada es mi alma y soy, me repito” (El día más blanco, 2015, Penguin Random House, p. 91)
Toda la narrativa está escrita como un juego de telares y de luces que es más pictórico que real, dando la apariencia de un cuadro entre lo abstracto y lo figurativo. También se observa este aspecto en su ordenación fragmentaria y alternante, reflejada en la temporalidad de este relato, la cual puede recordar al Amuleto (1999) de Bolaño, nacido en el mismo año, por gracia o por casualidad. Hay un matiz surrealista (de un surrealismo propio de ese Purgatorio, tan personal que utilizar ese término es casi una amenaza de la palabra) que permea todo lo contado y lo hace inscribirse en esa mística de Zurita que contiene todo lo que su palabra anhela a legar. Otra parte más de ese telar que es el canto zuritiano, el cual busca dejar como legado al mundo desde ese Purgatorio que es su escritura (que se palpa especialmente en el último capítulo, cuando la voz narrativa pasa de primera persona a tercera, proyectándose ya ajeno a la realidad contada), como parte de esa “desesperada esperanza” que lo caracteriza.
Es una tentativa, siempre producto de la tensión. Tensión entre niñez y vejez, entre finitud e infinitud, orfandad y paternidad, grito y canto, castigo y redención, olvido y memoria, muerte y vida (en ese orden, sí). Desesperanza inscrita en la carne, y esperanza por llegar que el alma anhela y el verbo busca, inscribiéndose en un límite inasible entre esas orillas convulsas (“Es una fuerza, un impulso súbito que la hace oscilar entre la misericordia y el desprecio, como si el único mundo que conociera fuese uno donde los contrastes son insalvables”[2]). Una escritura centrada en la dualidad, aunque más en el límite de la moneda que en la vuelta de sus caras. Ese canto de la moneda, que es también el canto de su verbo, se palpa en aquel cerro (el mismo Purgatorio) desde el que se dibujan a lo lejos los paisajes que serán los símbolos hacia los que esa brújula intenta señalar, entre el miedo al infierno contado por Dante y el de algún anteparaíso al que aspirar, pues el paraíso nunca podrá ser una realidad fehaciente en la escritura de Zurita, aunque podríamos pensar que ojalá llegue a serlo cuando esa mácula del espíritu se pueda depurar, y la carne reencontrarse con el ánimo en un estado que se defina por fin algún tipo de paz. El día más blanco, con su mismo título (inscrito a su vez dentro de toda la simbología de su obra poética), alude a todas estas paradojas y, sobre todo, a esa tentativa de la palabra zuritiana a la que siempre aspira su quebrada voz, quebrada por la vivencia y por la memoria, por lo que la sociedad chilena y la maldad del hombre o de Dios le hicieron entrever. He ahí El día más blanco, una flor apocalíptica en el pecho de su escritura, una necesidad de expresión para liberar el recuerdo y quizá purgar el alma de lo que el ojo vivió. Dentro de la prolífica obra de Zurita, este pasaje narrativo lograr congregar la mayoría de sus virtudes en una expresión diferencial, compañera de toda la poesía que la acompaña como Obra total, la cual le aporta los matices necesarios, junto a su misma vida (que es también parte de su poética), para darle una entidad completa a esa autoficción surrealista y fantasmal, que en lugar de hablar de lo inasible, se dedica a revistar lo real desde su propio Purgatorio escritural para entender todo lo precedente con la vista vuelta hacia atrás. Volviendo sobre sí mismo como un círculo poliédrico e intentando hallar en ese viaje (viaje personal, pero que ansía ser extrapolable para cualquier Otro con el que se pueda comunicar) un entendimiento sentimental sobre el Yo y el Mundo que pueda terminar llevando al sujeto hacia alguna suerte de Redención.
“La enorme costra de sal le otorgaba al desierto esa blancura delirante que sólo pueden comprender los locos, los fanáticos o los puros. El tajo del horizonte se cortaba al borde como un abismo, y el cielo comenzaba a remontar desde él suavemente, sin prisa, curvándose hasta alcanzar esa impertérrita lozanía que posee todo aquello que nunca ha dependido del error de la mirada. Se puede afirmar entonces que ese marco está de fondo, inmutable y perfecto, no horadado por el dolor, la pasión o la agonía del hombre que había llegado hasta esos vacíos y miraba” (El día más blanco, 2015, Penguin Random House, “Como un río de piedras”, p. 3).
[1] El día más blanco, 2015, Penguin Random House, p. 9.
[2] El día más blanco, 2015, Penguin Random House, p. 34.

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