por Alejandro Fernández Bruña

El zascandil (Delirio, 2021) es «un drama rústico de Pedro Lópeh». Este subtítulo esconde una de las claves de la novela, que es la influencia de nuestro contexto en nuestras posibilidades económicas, pues la falta de medios desemboca en unas combinaciones futuras reducidas. Desde el mismo inicio el autor hace una clasificación (toda diferenciación lo es) entre la monotonía de un presente que parece más lejano que el pasado, y el propio pasado como algo corpóreo y vivo instalado en el presente. «Ahora no sé, porque el mundo está revuelto, pero antes todos los quiosqueros de pueblo eran personajes estrambóticos sin excepción». Vemos un cambio adverbial brusco que denota un pequeño matiz: al autor no le interesa la búsqueda de la Arcadia (pues no hay una idealización de las penurias de la aldea) sino la reconstrucción de una civilización y unas costumbres olvidadas desde una periferia a la que han vaciado de significado. Por ello apuesta por un discurso marginal, porque es el único posible cuando se trata de representar una realidad silenciada, el único modo de darle voz más allá de su propio horizonte. Porque «siempre los mismos. Siempre». Aunque el autor no necesita la validación del canon, pues toca de espaldas a él como Miles Davis lo hacía con el público, pero con un acordeón en lugar de una trompeta.

El autor refleja la tradición oral de La Siberia Extremeña, representando los sonidos de un dialecto que ha sido desprestigiado como consecuencia de la centralización económica y cultural cuyo único foco es Madrid. De este modo, dota de una representación gráfica a elementos ausentes en la norma escrita, lo que refleja esa preocupación del autor por crear nuevos modos de representación para una oralidad silenciada. Dado el aparente prestigio de la escritura y su promesa de durabilidad a lo largo del tiempo (verba volant, scripta manent), el autor decide entrar en conflicto con el léxico y la gramática castellanas al mantener esa variante en la escritura, conflicto que también podemos ver en Feria de Ana Iris Simón o en Panza de burro de Andrea Abreu, novelas que se plantan ante una lengua oficial que no sienten como propia en beneficio de un dialecto en desuso en contextos oficiales pero en boga en situaciones íntimas. Conviene recordar el artículo de Lola Pons publicado en Verne titulado Todos hablamos un dialecto y no una lengua a fin de recalcar que «un dialecto (no) es (más que) la forma que tenemos de hablar una lengua», es decir, la materialización de esa lengua abstracta en unos sonidos concretos.

Es por este motivo (porque «siempre los mismos. Siempre») por el que Pedro Lópeh intenta adaptar las posibilidades combinatorias del lenguaje a sus realidades más cercanas. Y es que el lenguaje debería ser una forma sin forma, una estructura sin estructura, una casa sin puerta. Esta preocupación por la intraducibilidad de lo oral está patente en la elección gráfica de su apellido, siendo éste Lópeh y no López, lo que supone un manifiesto en favor del dialecto extremeño. «Me da mucha pena y mucha rabia no ser capaz de trasladar la música hablada de toda esta historia». Se abre así una brecha entre la realidad y el deseo de representar esa realidad, creando una disonancia lingüística sin reconciliación posible: «Les reconozco que tengo un problema con la lengua española. O quizás sea el español el que tiene un problema con nosotros, ahora que lo pienso». Aquí vemos una de las consecuencias de la centralización cultural y social: el nacimiento del canon y su correspondiente periferia desprestigiada. Nada hay fuera de la norma, pues lo que carece de representación se convierte en una forma más del olvido.

Así, hay en la novela una reivindicación de lo que han denominado pueblish, que no son más que los usos y costumbres de los lugares adonde no va la televisión. Como siempre, la hiperrealidad acaba por convertirse en el pequeño mundo conocido de cada espectador, consumidores de los mismos lugares comunes y tópicos. La memoria, en esta vorágine de cambios, es la única constante para el autor, el único instrumento activo que todos poseemos (además del acordeón) y con el que podemos arraigarnos a algo más grande que nosotros. En palabras de Lópeh: «Los extremeños imitamos a los pastores de Los santos inocentes. Todo mamón chupa de un olivo». Es necesario jugar con la literatura para no tomarnos tan en serio: podríamos acabar creyendo en lo que decimos, y no hay mayor peligro. Leer aparece en la novela como un acto igual de noble que cocinar unas migas, por ello el autor intercala a lo largo de la narración ciertas recetas personales, pues ambas tienen el mismo origen ritual y la misma finalidad hedonista.

Además de las recetas y de algunas coplas también encontramos los repertorios de orquestas de distintos años (1965, 1980, 1995 y 2010), lo que supone un gran testimonio documental para observar la evolución musical en los pueblos y cómo van filtrando éstos los distintos géneros musicales. Así, mientras que en 1965 se tocaron once pasodobles, en 2010 solo se tocaron dos: la caída del pasodoble coincide con el auge del reguetón, que aparece aquí por primera vez. En la primera de las listas (la de 1965) vemos un gusto musical muy nacional, pues nos encontramos ante un repertorio que cuenta con personalidades como Antonio Molina, Lola Flores, Manolo Escobar o Marisol. A principios de los ochenta vemos que aparecen ya Los Chichos y los Chunguitos pero también Los Beatles, mostrando así el delay de la llegada de la música exterior en contraste con la interior. Esta evolución culmina en 2010, donde la rumba queda relegada a un mero popurrí de rumbas para dar paso al mix de reguetón, a Estopa, a Ska-P y al Mago de Oz.

En otro orden de cosas, el autor dice que somos «víctimas de este sibilino determinismo físico aunque hayamos leído a Bakunin». El conocimiento de la estructura que nos sustenta no supone la superación de dicho sistema, sino una agradable convivencia entre la parte y el todo, entre el contrato y el firmante. Ser consciente de las diversas fuerzas que ejercen sobre nosotros no nos libera de esas tensiones, pero sí nos permite reconducirlas para evitar la inercia del que se deja ir. A lo largo de la narración vemos la llegada de distintas realidades de origen urbano a La Siberia Extremeña, nuevos determinismos ante los que desnaturalizarnos: el progreso, la posmodernidad, el feminismo y el racionalismo.

Todo es enfocado desde una perspectiva irónica, como vemos cuando dice que el progreso llegó con «la primera rotonda inútil», pues la construcción y mantenimiento de las rotondas generó puestos de empleo que repercutieron positivamente en la zona. La normalización del absurdo acaba por absorber toda la realidad que le toca. «El progreso es la hostia», reza el autor con los dedos cruzados. Por otro lado, la posmodernidad también llegó a los pueblos, pero sabemos que nada más asentarse ya está recogiendo sus cosas. El verbo es irse yendo, lo dijo Maribel Andrés Llamero y lo ha recalcado Leonor Courtouise recientemente. Posmodernidad, por lo tanto, como mera confusión, como una contradicción en la cual se encuentran activos los dos elementos opuestos a pesar de una negación que no resulta excluyente. Dice el autor al respecto que «la posmodernidad llegó a esta tierra, como a muchas otras similares, cuando se construyeron los primeros resaltos para evitar que la gente corriera más de la cuenta con el coche». Un elemento contradictorio relacionado con la velocidad de un cuerpo que cae empujado por diversas fuerzas sobre una inclinación negativa que ha sido diseñada por el mismo que el que años más tarde pondría el badén.

«Los del Círculo de Lectores, los Testigos de Jehová y el 15M también llegaron a esta tierra, pero se fueron sin prosélitos a buscar otra. Gastar, creer y significarse. ¿Qué se habrán pensado?». En contra de lo que el autor señala como elementos extraños e invasores, tenemos aquí una concepción literaria y vital basada en el desgaste, la desconfianza y la designificación, elementos totalmente relacionados con la máxima de que son «siempre los mismos. Siempre». La minoría ruidosa contra una mayoría muteada a la que han aislado del resto de realidades, obligándoles (más allá del determinismo físico) a construirse un relato propio del cual puedan reconocer su caligrafía y musicalidad.

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