por Olalla Sánchez Mateos
Ayes del destierro es el título del segundo poemario de Andrea Sofía Crespo Madrid, publicado por Libero editorial a finales de 2021. El título de este poemario es homónimo al poema de la escritora mística Santa Teresa de Jesús: no son contingentes los paralelismos que hay entre algunos versos y el estribillo de la composición de la poeta renacentista respecto a la estructura de la obra de Andrea Sofía. Las partes que componen el poemario son segundo nacimiento, los ruidos del ansia y hacia el cielo, conformando un recorrido de autoconocimiento material en busca de la armonía en la que el sujeto finalmente anuncie «ahora puedo ver la belleza que ha habido en mi vida/ esto es la claridad». Asimismo, el poema de Teresa de Ávila parte de un deseo ansioso de abandono del mundo terrenal para mediante la muerte trascender a la vida celestial:
La vida terrena
es continuo duelo:
vida verdadera
la hay sólo en el cielo.
Permite, Dios mío,
que viva yo allí.
Ansiosa de verte,
deseo morir.
La conexión con la tradición mística queda patente en el poemario mediante la búsqueda de unión espiritual del ser con lo divino. Para Santa Teresa culmina en el encuentro con Dios. En Ayes del destierro la búsqueda de la armonía solo se puede conseguir cuando se toma conciencia del propio cuerpo, a través de símbolos como la herida o el contacto físico y mental con el otro. Pero también encontramos esa armonía cuando somos conscientes de la propia esencia: la escritura aparece así como el único medio de autoconocimiento.
Para tomar conciencia de la existencia inherente al cuerpo es necesario que el sujeto lírico se cuestione, en primer lugar y obligatoriamente, su origen, atendiendo, de forma radical, a su condición de migrante y a su naturaleza de mujer. Como migrante experimenta el exilio, la soledad de la que dice «Mi raza era de distinto linaje» y «con estos versos no dejarás de ser extranjera». Esta condición atraviesa al individuo de forma brutal teniendo que aprehender una realidad ajena, llena de ausencias y de destierros donde solo se puede ser náufrago. Como mujer experimenta la opresión materializada en desigualdad y censura, pero también experimenta sororidad y deseo de emancipación: «Yo no podía partirme. Entonces ya no pertenecía y ninguna mujer me pertenecía. Tuve que abandonarlas a todas». Cuando se asimilan las realidades que atraviesan al propio cuerpo se explora la corporalidad ajena y propia, haciendo conversar físicamente al yo lírico con la otra: «quiero las onomatopeyas de sus manos en mi laringe» mediante el tacto limpio, la viscosidad y lo húmedo de la carne. El cuerpo también siente cuando se le violenta desde fuera hacia dentro, mediante el corte y el desgarro:
que me abran que me abran dame una trepanación
[sigilosa casi con amor
que me abran que corten esta piedra de la locura
he decidido arrancarme todos los silencios:
estoy buscando a una mujer.
El poemario se inicia con una cita de Uya, la abuela paterna, que dice «El silencio no tiene límites. Para mí los límites los pone la palabra». Aquí da comienzo una exploración continua del lenguaje acotada entre el binomio silencio (espacio fundamental de desarrollo del yo) y balbuceo (intento de comunicación de ese yo). El sujeto es «arrancado del primer silencio» al nacer, sin capacidad de decisión acerca de la existencia, se obliga al grito primero. El segundo silencio es la herencia del miedo y del no decir de todas las mujeres: «vengo del silencio de una madre. Ella viene del silencio de una madre». El tercer silencio es el autoimpuesto, el que se debe a la interiorización de los anteriores: «el tercer silencio era mi propio silencio». La conjugación de todos esos silencios da como resultado el punto de partida desde el cual nace la comunicación: «Descubrí que la mudez tenía pliegos Yo transitaba sus estrías sordas». Desde el primer silencio impuesto no hay regreso posible, la comunicación se hace inminente y se intentan obtener respuestas a través del poema: «un poema es un milagro semiótico / un poema es un espejismo / se dice a sí misma». Se explicita a lo largo de la obra que solo se puede establecer el diálogo con lo divino mediante la privación. Y es precisamente el propio lenguaje el que priva y permite dicho diálogo. Así se percibe la herencia del balbuceo del místico o del poeta vate que transita entre el lenguaje como mecanismo finito e imperfecto («fragmento mis verbos y mis nombres/ sonaba así: JJJJJJJ-JJJJJJJJJ-JJJJJJJ / luego / no quedaba nada»); y el silencio, donde no cabe la palabra y por ello mismo sí el signo perfecto y platónico: «No soy distinta de nadie más. Vivo en la búsqueda de signos, aunque mudos».
Ayes del destierro son flechas que atraviesan la realidad de un cuerpo femenino, desterrado, que sufre, que ama, que necesita presionar la hemorragia por medio del lenguaje, que busca un lugar cuyas coordenadas se localizan en el autoconocimiento a través del cuerpo y de la palabra: del amor y del poema: de la claridad y del silencio.


Deja un comentario