por Helena Pagán

Quiero aplaudir el instante en que estos poemas se mecen para hacer sonar la pérdida, porque sus versos bostezan, recostados, sobre un cestillo de mimbre acariciado en la tarde por un aire de sol. Y quiero aplaudirlo porque yo, Juan, como tú, también percibí oculto un canto en la labor maquinal de un hombre que no descansa de su oficio: aprender la tierra; en el dictum de unos dedos sobre el esparto; en el patio limpio y fresco de la tarde tras recoger el fruto acostumbrado del almendro; en los sacos recostados uno a uno bajo el saledizo del porche; en la manos que descansan y aprenden juntas cómo el gesto se va haciendo lumbre viva en la materia. Pero no lo supe nombrar. Ni siquiera supe que sería hasta que leí: «cruza el amor la pena / como la sed desiertos y busca / mi boca la manida, / un pozo, un estallido, / ese infarto de mar / rotundo que desmande / cuánta mesura: / el hambre desquiciada de estar vivos». Hasta encontrármelo allí, en ese cantar tuyo, cuyo goteo a veces tanto se parece al del sudor cansado de la palabra que trabaja el fruto.

Querido Juan, se necesita un don muy grande para que la palabra sola no desbroce su cuerpo entre las manos, para que no nos deje la sombra estructural de su sonido. Ambos lo sabemos, nos hemos desvelado en las mismas dudas. Por eso celebro la imagen de ti, de nuestra huerta; celebro que nos enseñes (como solo puede enseñarse, torpemente) que la sequía también se dice cuando el riego de un canto sin nombre la ocupa; cuando la mano en su gesto de asombro detiene en silencio el enigma de tantos soles que vieron cuerpos de hombre y de mujer quebrarse. Celebro, en definitiva, que nos invites —es tu mano el puente donde el poema descansa el intervalo de su búsqueda— a naufragar el nombre, a buscarlo en los paisajes dorados de tu infancia. Y que nos cantes. Sobre todo que nos cantes: «Después del deslumbrar / no está la sombra, sino / un horizonte limpio que clausura / este convulso hiato de conciencia». Porque tus versos nos traen la certeza desnuda del verbo como una hoja de luz raya el mundo secreto de la noche justo antes de tocar la tierra.

En la estela de Celan, Valente y Pizarnik citas el silencio, lo sujetas. Hundes tu mano en la palabra y tiras de su sed hasta alcanzar su cima: esa niebla de dónde que inmoviliza las manos, confusas de vida y de voz. Nos dices: «Es el olvido un signo / astillado / una grieta en los desvanes / de la memoria acaso / un corrental / por donde suavemente / se deshace el ámbar de tu imagen. / Es el olvido / el olvido / el olvido / ese recordar ciego / ese eco // roto». Y solo cabe entonces preguntarse «¿Cómo se dice vuelve / a quien se fue tan lejos sin marcharse, / qué mano es la que sega / la pobre rosa cana de haber sido? »

Qué aventura de nombres tu verbo, Juan, qué suerte de horizontes para nuestras letras. Qué descanso afortunado saber que nuestro lenguaje, el de nuestra huerta, se dice contigo. Y explica con palabras de este mundo toda la luz cóncava que en la espera de ser dicha encallaba en suelo murciano hasta encontrar tu voz. Larga vida a tu Cantar qué.

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