por Olalla Sánchez Mateos

Nota: El dios Pan es uno de los dioses muertos,
representante de pastores y rebaños. Renace representante
de naturaleza salvaje y se asocia con el temor y la tormenta,
etimológicamente con el pánico a lo natural a lo que nos es ajeno.
Pero, aun así: “Piensa que únicamente eres capaz de experimentar
el más intenso de los pánicos cuando te sientes completamente feliz
y estas absolutamente entregado a alguien” (Irene Solá)

En Los diques Irene Solá habla sobre el regreso a lo rural. Es en este espacio de reencuentro donde Ada, la protagonista, cuenta su vuelta al pueblo después de una estancia de tres años en Londres. A medida que transcurre el verano, avanza el relato dividiéndose así éste en junio, julio, agosto y septiembre. Estos meses son concebidos como único espacio posible para el desarrollo de las historias, ya que en la vuelta al otoño solo quedará el recuerdo. El apartado de septiembre no contiene texto; septiembre son recuerdos capturados en color y plasmados en fotos en blanco y negro de lo que fue y ya no es. Aun consciente de la edición en blanco y negro, Solá incluye, entre otras, las fotos «esto es el color azul» y «esto es el color rojo» colores primarios necesarios para matizar y concretar precisamente el sentimiento de procedencia y origen. De modo paralelo a la desaparición de los colores, se incluye también la foto de un caballo blanco que a medida que acaba el día solo puede verse por las luces de un coche que se va y se aleja, como el propio verano.
La novela avanza desde la visión particular de la protagonista,hacia narraciones polifónicas que constituyen una historia que muestra la cotidianidad de los pueblos: la tradicional y nueva visión del ruralismo. Lo popular y lo urbano se entremezclan de forma continua, y la visión globalizada de la ciudad se concreta en un discurso individualizado desde el «yo» que anula el resto de perspectivas. De forma opuesta, en el espacio de lo rural encontramos una polifonía de voces insertadas en los márgenes, en el descanso, en los meses de verano que irrumpen la rutina del año.
Partiendo de la marginalidad intrínseca que alberga la periferia rural, la ficción literaria también se inserta en dicho margen. No se trata de una novela realista, ya que lo ficticio se inserta en la dimensión de la desmemoria. Lo que no se puede recordar por el paso del tiempo se imagina, de forma cuidada es dibujado y retratado con cariño, creando una ficción que se inspira en todo lo bueno que le ha dado el pueblo. Así, el primer paratexto es una nota de Dave Eggers suscrita por la autora que dice: «Esta es una obra de ficción, por el único motivo de que, en muchos casos, el autor no pudo recordar las palaras exactas pronunciadas por algunos, ni las descripciones exactas de algunas cosas, así que tuvo que rellenar los huecos lo mejor que pudo…».
Un juglar actúa como fuerza centrípeta que reúne la historia de una comunidad, la amasa y embellece; simultáneamente actúa como fuerza centrífuga alejando de su eje la historia y devolviéndola a sus dueños. El intersticio donde se inserta la ficción se encuentra en ese «rellenar huecos», es por ello que se puede señalar a una Irene Solá que encarna a la narradora ajuglarada, la cual recoge y aglutina un testimonio que, tras enriquecer y dignificar, devuelve al pueblo. Los elementos ficcionales se construyen de tal forma que son únicamente reconocibles para el contexto próximo, para la minoría, para los que se encuentran en el ya mencionado margen.
El elemento natural de la lluvia constituye un nexo entre el sujeto y el espacio, siendo una constante que atraviesa atmosferas físicas, pero también vitales y sentimentales. A la vez, dentro de los emplazamientos radicalmente rurales se inserta la ciudad, como vemos en la siguiente descripción: «Entonces los árboles os abrieron un claro, y era tan acogedor y redondo, y la luna brillaba sobre él con tanta dedicación, y era tan acertado el lugar, tan bien elegido, tan bien puesto, que se debería haber fundado una ciudad allí». Fundar la ciudad donde creemos sentir libertad, la apropiación de lo rural acomodado a lo nuevo, porque la generación de lo neopopular, la que vive el pueblo de junio a agosto y lo recuerda de septiembre a mayo no puede dejar de insertar continuamente el deseo de llanura desde la altura del rascacielos.

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