por Alba Moon

Habrá quien se pregunte sobre la mística que sostiene un cuerpo; aunque, al fin y al cabo, es mera cuestión de fisionomía, equilibrio y gravedad. Pero atender al reposo implica echar un pulso con la física y ajustarse a límites exquisitos, porque no todas las superficies fueron concebidas con el fin de abrazarnos. Si se hace una retrospectiva sobre los objetos que nos rodean, quizás el más generoso pudiera ser aquel que nos brinda un espacio seguro entre sus proporciones; con ello me refiero tanto a una indiscutible funcionalidad dirigida al descanso, como a la tarea de soportar un peso al que en muchas ocasiones se le suman otras cargas. Se me ocurre por ejemplo que, desde un punto de vista artístico, en la Pietá de Miguel Ángel oteamos un célebre conjunto escultórico, pero si lo derivamos hacia una perspectiva más pragmática, la figura de la Virgen y su manera de acoger el volumen inerte de su hijo nos acerca al uso real que ejerce el mobiliario sedente. Ante esta apreciación, me tomo la licencia de confesar que no hay mueble más humano que una silla. Una pieza común cuya finalidad se centra en transmitir confidencia y protección. Por eso la Thonet se considera un clásico del diseño desde 1854: nada de artificio oculto, sino simple plenitud en su estructura.

La escala pequeña mantiene sus reservas en quienes están acostumbrados a las grandes dimensiones, de ahí que Mies van der Rohe confesase que hacer un rascacielos era incluso más fácil que elaborar una silla (“Una silla es un objeto muy difícil; un rascacielos es casi más fácil”, confesó Ludwig Mies van der Rohe en una entrevista de la revista TIME en 1957). Parece contradictorio que arquitectos familiarizados con edificaciones monumentales encuentren en la reducción minuciosa una labor ardua, pero más sorprende descubrir cómo a lo largo de la historia, este ha sido el objeto más reproducido hasta la fecha. ¿Qué es lo que atrae tanta atención para querer reformular constantemente el modo que el mundo tiene de sentarse? Es posible que el hecho de situar el cuerpo sobre la base de un asiento implique un acto de redención o vulnerabilidad; a fin de cuentas, uno se sienta voluntariamente cuando está cansado o necesita una pausa. Por ello se busca la forma más digna de capturar ese sentimiento humano en sus contornos, tan alterables a lo largo de las décadas.

Sentarse sobre el aire

Esto me lleva a pensar que cuando Gerrit Rietveld concibió su famosa Red and Blue (1918) aglutinó el neoplasticismo suprematista en un mueble cotidiano, tal vez con la intención oculta de hacer que las personas se posasen sobre una obra vanguardista que, por ende, las convertía en parte de ese lienzo físico. Cómo olvidar la geometría rectilínea y sus colores De Stilj (rojo, azul y amarillo) adornando una silueta contundente y pesada en el espacio de la Casa Schröder, hogar del diseñador holandés. No he tenido el placer de descansar sobre esta pieza, pero su apariencia robusta guardaba un extraño deseo por hacer flotar al usuario, algo que justificaba en los versos del poeta Christian Morgenstern mencionados en las instrucciones de montaje. Ese detalle tan curioso puede impactar más si entendemos que, a simple vista, la dicotomía entre diseño y literatura se contempla como una antípoda irrecuperable: por un lado, la exploración funcional de lo tangible, por el otro, la indagación abstracta de lo teórico. La acción contra la quietud. La utilidad frente a lo impreciso. Este pulso de contrarios se puso de manifiesto en el poema Der Äesthet (1871) [Knight, Max E., Christian Morgenstern’s Galgenlieder: selection, University of California Press, Los Angeles, 1964] de Morgenstern, una composición sobre el desdoblamiento humano a la hora de llevar a cabo un gesto tan cotidiano como tomar asiento:

When I sit, I do not care
just to sit to suit my hindside:
I prefer the way my mind-side
would, to sit in, build a chair.

Esta primera estrofa del poeta alemán siembra la duda acerca de un suceso que hasta el momento nadie cuestionaba. La mente y el cuerpo, dos realidades unidas por un mismo eje vertebrador, terminan enfrentándose en el impulso que incita a una persona a sentarse: ¿es un asunto de la carne o del espíritu? A lo mejor se podría desgranar de esa lucha una pregunta primigenia: ¿es posible que la silla solo se concretice cuando el esqueleto humano la roza? Como diría Jorge Wagensberg (2007) [VVAA, Andreu World: Chairs, 50 años de diseño y una historia que contar, RBA Libros, Valencia, 2007]: “Entre el concepto de silla y el concepto de nalga media un tercer concepto: el concepto de sentarse”. Igual que en un proceso evolutivo, hay que tener en cuenta que el mobiliario sedente ha ido pasando por mutaciones que le harían dejar de ser cuadrúpedo en pos de armazones más livianos y etéreos. En esa búsqueda de la levedad, la Bauhaus desempeñó un papel importante con la exploración del modelo cantilever: sillas en voladizo, bípedas, que a veces se apoyaban solo en un pedestal y que en un futuro seguro que nos sorprenderán levitando, qué se yo, sobre un implante imantado. Mart Stam, Mies van der Rohe, Marcel Breuer, Alvar Aalto y un sinfín de nombres se pusieron a replicar las cualidades fabriles y los principios de la arquitectura integral, con el propósito de seguir amamantando reproducciones nodrizas y ejemplos variados para dejarse caer, según Breuer, “sobre una columna de aire”.

Dos formas para una misma función

Pese a todos los esfuerzos, parecía improbable que a partir de aquella reflexión poética del siglo XIX alguien pudiese redefinir un concepto inamovible y fundar un nuevo paradigma. Pero solo en los márgenes bauhausianos se materializaron legítimamente los versos de Christian Morgenstern. Comprendemos la écfrasis como una transformación del estado físico al incorpóreo, la conversión de una imagen en un texto; no obstante, Heinz y Bodo Rasch decidieron darle la vuelta a esta dinámica creando a partir de palabras una obra palpable: la silla Sitzgeiststuhl. Y es que Der Äesthet (poema) y Sitzgeiststuhl (silla) han acabado siendo dos relatos con la misma esencia. Mientras que el poeta alemán abogaba por el gesto emocional de sentarse, los hermanos Rasch pretendían reivindicarlo y hacerlo cierto a través de su cantilever, que tanto inspiraría a la Zigzag (1934) de Rietveld o a la plástica Panton de los 60. Su ergonomía sinuosa, compacta y de estética casi orgánica entablaba una relación directa con la idea lírica del poeta desde el propio título, cuya traducción literal rezaba: el espíritu de la silla. Una conexión intelectual armada desde la alegoría más exquisita.

Resulta llamativo que aquellos versos de antaño se mantengan a salvo en anaqueles oscuros, mientras que esta silla se haya perdido en el tiempo y sobreviva al olvido gracias a una miniatura en el Vitra Design Museum. Aunque dejando de lado el dramatismo canónico, lo que más destaca de esta quimera es que un objeto y un poema terminasen siendo cortados por un patrón metafórico similar, rompiendo la plenitud de un prejuicio que parece alejar a dos disciplinas con un linaje vinculado a lo creativo. Sea como sea, jamás se dejarán de escribir poemas, igual que jamás se dejarán de diseñar sillas. Los primeros sirven para nutrir el alma, las segundas para aligerar la lasitud de la carne. Quizás por eso los humanos están condenados a sentarse, ¿acaso no es la mejor manera de apreciar la belleza?


BIBLIOGRAFÍA:

  • Abbot, J. Miller y Lupton, Ellen, El ABC de la Bauhaus. La Bauhaus y la teoría del diseño, Editorial GG, Barcelona, 2019.
  • Knight, Max E., Christian Morgenstern’s Galgenlieder: selection, University of California Press, Los Angeles, 1964
  • Sudjic, Dejan, B de Bauhaus. Un diccionario del mundo moderno, Turner Publicaciones, Madrid, 2014
  • VVAA, Andreu World: Chairs, 50 años de diseño y una historia que contar, RBA Libros, Valencia, 2007

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