Es bueno que no te seleccionen para salir en una antología, pero que te seleccionen es incluso mejor. Qué vidilla dan las antologías. A veces me imagino el mundillo de la poesía sin puñaladas y sin antologías y me asusta el anodino y vasto desierto de recitales, aplausos y agradecimientos que se dibuja en mi mente. Es un gremio fascinante, el nuestro, un colectivo que, cada cierto tiempo, siente la necesidad irrefrenable de subdividirse para intentar reinventarse, legitimarse y auparse con una nueva antología. Y así debe ser. Porque esa es la función de las antologías: incluir a unos, dejar a otros fuera, dibujar una mirada y, aunque sea con discreción, borrar otra. Las antologías, dentro de esta selva húmeda y fascinante que es el panorama poético en español (sospecho que ocurre igual en todos los idiomas, en todo el mundo) representarían pequeños claros. Es una dinámica natural en los bosques tropicales. La formación de claros permanece como una fuerza activa capaz de crear condiciones micro-ambientales que pueden tener efectos significativos. Aunque, lo más probable, es que los efectos no sean tan espectaculares como prometía el claro y, después de unos pocos años, sea difícil distinguir la vegetación nueva de la que ya estaba. Es la ley de la selva.
Pero, de vez en cuando, algo ocurre en el bosque gracias a los nuevos rayos de luz: germinan semillas que nadie sabía que estaban allí, crecen especies que nadie ha catalogado todavía y que nadie sabe muy bien qué altura llegarán a tener. Todo es impredecible. Es la ley de la selva. El ecosistema de las conversaciones de bar entre poetas depende de las antologías como dependen los osos pardos de Alaska del salmón rojo (parece ser que ahora, debido al cambio climático, los osos Kodiak del sur de Alaska prefieren comer bayas de saúco a salmón, ya que maduran antes, así que el cambio climático afecta también a este símil), si el salmón dejara de nadar a contracorriente, los osos estarían en apuros (aunque parece ser que comerían bayas, bueno, mejor dejarlo). Es decir, una antología debe editarse, aunque cueste, aunque implique mucho trabajo —y sé que los editores han trabajado mucho—, porque genera conversaciones. Y las conversaciones generan preguntas que buscan respuestas y, entre poetas, esas respuestas muchas veces tienen forma de poema. ¿Cuántos poemas ha generado Nueve novísimos poetas españoles? ¿Y Las Diosas Blancas? ¿Y 25 poetas jóvenes españoles? ¿Y Tenían veinte años y estaban locos? Muchísimos, sin duda.
Cuenta el biógrafo J. Benito Fernández en su excelente (y agotadísimo) libro El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero (1999) que la fractura entre los novísimos se produjo poco tiempo después de la aparición de la famosa antología de Castellet y que esta primera bronca ocurrió, claro, por amor —o por un enfrentamiento entre dos deseos—. Como sabemos, lo que se fracturó tampoco es que estuviera muy unido, pero el desmarque del novísimo más novísimo, Leopoldo María Panero, y su posterior rechazo a la antología —llegó a prohibir su inclusión en cualquier edición futura— se sumó al de Pere Gimferrer, ideólogo e impulsor de la propia selección, quien, en un movimiento seguramente bien calculado para darle incluso más visibilidad al libro, dictaminó que las antologías las hacen los antólogos, no los poetas, y por tanto el primer deber de un poeta en movimiento es contradecir a sus críticos. “Es la ley de la selva”, podría haber añadido.
El trabajo exhaustivo que han realizado Jorge Arroita, Markel Hernández Pérez, Miranda Martínez Santiago y Alejandro Fernández Bruña ofrece a los lectores la oportunidad de asomarse a uno de esos claros del bosque de los que hablaba en un momento muy interesante de la poesía joven escrita en castellano en España. Si la monumental obra Claros del bosque de María Zambrano puede inscribirse en la mística de la penumbra y de la metafísica, Cuando dejó de llover puede inscribirse en la mística de la incertidumbre y la descripción de la casuística de los jóvenes que buscan construir un futuro. Un momento muy interesante, decía, porque la poesía joven del siglo XXI está recuperando, en parte, el espíritu de la poesía social sin caer en sus desfallecimientos líricos y, sobre todo, sin querer repetir modelos trillados. El trabajo de los antólogos, en ese sentido, es loable: aquí hay muchas voces, pero una sola voz, y no es generacional, ni nacional, eske soy yo literal.
Aquí no hay poesía ante la incertidumbre porque estos jóvenes no vinieron a llevarse la vida por delante. Adolescentes de la crisis, hijos de la bonanza, vinieron a ver qué se podía hacer con los restos roídos por el neoliberalismo. Ellas, ellos, con una aversión a la palabra patria, son la incertidumbre que se hizo poesía.
Hay en esta antología algunos guiños a Los hijos de los hijos de la ira. Eso, sumado a la amable petición de que escribiera un prólogo, me lleva a sentirme un poco como el dinosaurio poético de toda esta talentosa troupe. Siempre me gustaron los dinosaurios, pero nunca me imaginé convertido en uno. Con todo, releo una vez más estos poemas —muchos de ellos maravillosos o, para utilizar un cumplido del gremio, “envidiables”— y, ante los aciertos, las poéticas valientes y la falta alarmante de endecasílabos acentuados en la sexta, sólo puedo invocar aquella frase de Jurassic Park que marcó mi infancia: la vida se abre camino, la poesía se abre camino.
por Ben Clark

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