por Jorge Arroita

A diferencia de Insostenible, este poemario se estructura en torno a un centro presente: el amor, o al menos su tentativa, con el tacto como sentido clave de interconexión entre los cuerpos, que hace efímero el tiempo y lo pausa en “su propia metafísica”. También se retoman símbolos centrales como el vértigo, cuyo significado amplía su radio; y aparecen otras claves nuevas, como el barro, el pozo o el jardín. Para empezar, el amor se concibe como salvación, pero también como problema: tiene una cadencia irregular y está sujeto a la degeneración. Solo el cambio temporal y el paso de uno a otro, como un vicio necesario que es también virtud, permite el mantenimiento de esa salvación como promesa esperanzadora en suspensión: “no hay principio ni fin” en “la fluctuación constante del deseo”. Todo es liviano, y “la arquitectura del dolor es simple”. Ese dolor baja al ser humano a su aspecto más natural, básico, a “la voz del animal bajo (la) piel”. El barro aparece como sentido adánico de lo humano, uno a “la voz del animal bajo (su) piel”. El barro aparece como sentido adánico de lo humano, en el que se gesta, también un cieno existencial en el que se hunde progresivamente y que no sabes nunca cuando te va a sepultar: una herida sangrante y perpetua, “sin dejar cicatriz […] llenos de amor todos los escombros”, con la vida como una caída horizontal[1], constante, nunca previsto su final. En esa incapacidad de materializar el amor (algo ideal por esencia), todo lo que nos queda son ruinas o restos, degeneraciones de las expectativas que nos devuelven a la base y nos recuerdan la miseria existencial de nuestra carnalidad.

El poeta llega a definirse como una planta de interior (“que no da la vida, ni la quita”), volviendo al tema del solipsismo, pero también recordando que todos necesitamos una cabaña, habitación propia donde sentirnos seguros frente a la incertidumbre exterior, donde “no saber con certeza qué es el tiempo” (en paralelo al tacto como símbolo), y contando que el amor también se encuentra tan adentro de nosotros, “tan dentro de la respiración”. Pero esa opacidad central e interna que asegura también puede amenazar, pues junto al amor, en nuestra parte más nuclear, está también nuestro pozo más negro y personal: contenedor de todas las culpas, pérdidas, dolores, que quedan sumergidos en lo profundo, vedados entre los vergeles (recuerdos infantiles de “un verano interminable”) con los que sembramos nuestro jardín alrededor de él, cubriéndolo de enredaderas para “no distinguir sus formas”…, hasta que los lodos terminan llevándonos, en algún último y crítico momento, otra vez de vuelta a su oscuridad. El pozo (esa “oscuridad de los antiguos sueños”) se opone en sí al tacto, dejando habitualmente al sujeto en el solipsismo tunelario, impidiendo (por su inseguridad) el roce con los otros cuerpos: no se arriesga, tampoco nunca se salva. En torno al riesgo se define el vértigo, como esa suspensión sobre el pozo o precipicio, igual que existe sobre la promesa de salvación. Algo que puede esquivarse mediante aquel tacto que mata al tiempo, o mediante sentir el abismo profundo ya dentro de ti: un abismo que, se sienta o no se sienta, “permanece intacto”, debajo, a la hora de caer. Así, el vértigo se expone como algo que se siente por dentro, “una herida interna”, un qualia o percepción sensorial (ficticia), pues el abismo y el barro movedizo (en el que te vas hundiendo progresivamente sin saberlo) siempre estarán debajo, solo que cuando conectamos nuestras mentes y nuestros cuerpos, cuando amamos, al fin y al cabo, dejamos de sentir el vértigo en esa caída horizontal, y lo insostenible de la existencia se hace momentáneamente sostenible…, nos parece, sostenible. No nos sentimos náufragos, por un breve instante de tiempo. “Cuando la noche es larga y en el centro / de lo oscuro te busco, / pero tú ya no estás / y la morada es solo vértigo”, ocurre que nuestro territorio se convierte (potencialmente) en una sensación de caída alrededor de ese pozo oscuro. Un efecto sensorial quizá tan solo anulado por otro cierto sentido…

Es necesario un título de poema (con el que luego terminaremos), “CIRCULAR”[2], de donde podemos extraer que solo hay cambio, interferencia en “la fluctuación constante del deseo”. Insostenibilidad sostenible tan solo a ratos entre unos brazos, sobre algunos versos. De esta forma, lo estable del “amor autómata” se ve constantemente amenazado por lo “inestable” de la existencia, por lo que esa paz en el tacto (armonía efímera entre los vacíos, siempre en riesgo de estabilidad) se puede ver repentinamente sumida en el hundimiento entre el lodo que la sostiene: “con cualquier movimiento, / todo puede extinguirse o continuar”. Todo es “CUESTIÓN DE DENSIDAD” (otro poema), pues “somos dos rocas en una piscina / hundidas hasta el fondo por nuestro propio deseo”, donde ante el hundimiento natural de nosotros mismos, ante “la erosión, el desgaste que aquí experimentamos / esta disgregación (que) nos duele siempre”, queda una esperanza lejana en ese mismo ‘con-tacto’. En donde “cualquiera de esos roces”, los cuerpos erosionados y unidos puedan componer “un valle o una cueva / donde permanecer”. En definitiva, como se venía diciendo, en la posibilidad de un territorio propio, de una cabaña inesperada (quizá momentánea, o incluso imposible), erigida entre el gran lodazal. Un espacio seguro, formado por la conjunción de nuestros cuerpos, donde olvidar el discurrir del tiempo, y hasta poder hacer más larga y apetecible esta caída horizontal.

Situando al roce, al tacto, al amor (o al menos a su tentativa), como lo único capaz de hacer hasta cierto punto sostenible lo insostenible, gracias al ‘amor autómata’, necesariamente autómata, por dirigirnos unívocamente, haciéndonos volar suspendidos sobre las fisuras, evitando el vértigo, haciéndonos olvidar momentáneamente la insostenibilidad, gracias al menos al sentirlo como tal a pesar de la imposibilidad inherente del amor absoluto, solo pudiéndonos refugiar en matar al tiempo con el amor efímero, mediante el tacto carnal. A pesar de revolcarnos sin salida en nuestros lodos primigenios (“el barro te persigue, / el color de la furia / perfila el hundimiento de los cuerpos […] dentro del mar / quedamos tú y yo, / criaturas que, sin ser marinas, nadan, / nadan contracorriente y se ahogan”, pues al fin y al cabo, “asfixiarse es solo cuestión de tiempo”), como estaba implícito en Insostenible y ahora explícito en Los amores autómatas, podemos darnos la mano (fomentar correctamente el roce, para que haga caverna, y no solo erosión) e intentar sujetarnos en ese hundimiento progresivo entre la suciedad cavernaria de nuestros lodos, entre la herida perpetua “sin cicatriz” de esa hundimiento sideral. En unas últimas palabras de Moyano a través del poema “CIRCULAR” (v2): “Desconozco los ciclos que remueven tu sangre, / pero estaré a tu lado cuando estalle la rosa / y las lunas puntuales te acuchillen el vientre / Trazaremos los dos geometrías imposibles / en espejos muy amplios, mancharemos el suelo / y también nuestros rostros, y la muerte vendrá / y estaremos dormidos, sosteniendo el silencio / con nuestras manos sucias…”. Y así, en una radial del perímetro termina por cerrarse un proceso circular y centrípeto, que asalta y atomiza el núcleo…, en el que lo insostenible, termina por hacerse momentáneamente (y aun así, determinantemente), ‘Sostenibilidad’.


[1] En palabras de Jean Cocteau.

[2] Mismo título que otro poema de Insostenible: actualización significativa del sentido de un poemario al del siguiente.

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