por Alejandro Fernández Bruña

Desde la misma portada podemos intuir ciertos temas y enfoques del poemario. El hecho de que el pájaro tenga sombra indica que estamos en un día soleado (pues, en caso contrario, habría un charco al lado), propio del clima castellano, representado también en el amarillo de los campos que se extienden hasta el horizonte. Es por ello que ‘‘solo en Castilla se rozan los cielos’’: ‘‘tierra amarilla y cielo azul / son tus líneas geometría / –cuadro de Klee, campos sembrados, / origen de la abstracción–’’.

     En cuanto al objeto que hay en el centro, se trata de un silbato de agua con la apariencia de un pájaro. Hay que reseñar tanto el material del que está hecho como su finalidad y la forma que adopta. Propio de las ferias de los pueblos de provincia, este silbato suele estar hecho de barro, lo que implica un trabajo manual de artesanía. El poeta como un alfarero que de todas las palabras posibles (el barro informe que encierra todas las formas posibles) tiene que escoger ciertas palabras (líneas, curvas, muescas, huecos…) para formar el poema (el pájaro final). Ahora bien, aun faltaría añadirle los rasgos necesarios para que su forma sea reconocible al público, independientemente de los colores que se usen (ornamentación, añadido). Una vez hecho el poema, la idea ya está en el folio, ya ha superado ese ‘‘tránsito brutal del interior al exterior’’ que diría Pessoa, pero algo no funciona. El poema, como el pájaro, no suena. Es necesario echar agua dentro para que el pájaro produzca el sonido facilitado por la forma. Si echamos poca agua, el pájaro emitirá un sonido apagado, y si echamos mucha solo oiremos un ruido en el que es imposible apreciar ningún sonido, pues al sonar todos a la vez no se pueden discriminar. Por ello, la solución es el punto justo.

     Por último, el título: Autobús de Fermoselle. En su anterior poemario decía que ‘‘ya no hay viaje posible […] / eternos pasajeros / en la tierra / de las copias vacías’’. No seremos nunca más viajeros activos buscando con nuestra brújula: estamos condenados a ser pasajeros, a no poder decidir sino a mirar. Un mirar pausado, constante (los autobuses de ALSA y AVANZA tienen un limitador de velocidad), que reniega tanto de la panorámica del avión como del detallismo ocioso del flanneur.

     Desde las citas que preceden al poemario se hace patente la importancia de la patria, de la que se ofrecen dos acepciones opuestas. La primera está en los versos de Hölderlin: ‘‘El amado suelo de mi patria / a proporcionarme alegría y dolor’’. Aquí la patria aparece como un suelo que, tras épocas de infertilidad ‘vuelve’ (no ‘empieza’) a darnos lo que nos habíamos olvidado allí, como si esa aparente infertilidad no hubiera sido más que una época necesaria de barbecho para la tierra, para que ésta descansara y para que en el futuro pudiera volver a hacer germinar las antiguas semillas u otras nuevas.

     ‘‘La noche sembrada / también de estrellas no es la misma / que la del patio de ayer. / Se han guardado semillas, […] pero no son esos los frutos, / su sabor ha cambiado’’. Después del barbecho, la autora plantó las mismas semillas que plantara con La lentitud del liberto en el mismo suelo, pero el fruto era distinto al anterior: algo había cambiado. Quizá el sol de ‘‘Castilla, aplastada por el cielo’’, ha quemado la tierra y ha malogrado los frutos. O quizá el mismo sol ha tostado los frutos dándoles un nuevo matiz. Sea como fuere, ‘‘no desprende / la higuera idéntico olor’’. Pero este cambio, este constatar el paso del tiempo a través de una mirada que intenta recordar (aunque ya ‘‘ni los ojos podrán nunca regresar’’), es visto como algo positivo o por lo menos necesario: ‘‘me fui para volver, mar invertido, / a lavarme en ti los ojos de bruma’’. Una bruma pegadiza, que confunde las formas al indeterminarlas en la opacidad de su niebla. Al disipar esa niebla alojada en las cuencas (‘‘el mundo empieza en el ojo’’) las formas reaparecen poco a poco, línea a línea, como sucede cuando recordamos nuestra infancia difusa: partimos de esa bruma pero sabemos que hay algo esperando a ser recordado. ‘Recordar’, del latín recordari, está formado por el prefijo re- (que indica repetición) y por cordis (‘corazón’), indicando que recordar es volver a dejarse habitar por esos recuerdos olvidados.

    ‘‘Al atardecer ya éramos otros / los que transitaban el sendero de antes’’. Como sucede con la metáfora de la semilla, ahora es el camino el que es el mismo que el de la infancia, pero lo que ha cambiado es quien lo pasea, los ojos que lo miran. Así, la autora recuerda cuando ‘‘en nosotros estaban creciendo / también los bosques’’, cuando estaban despertando al placer de los sentidos por primera vez, y lo expresa mediante la identificación y correspondencia del paisaje exterior (bosque) con el interior (placer), cuyos frutos florecen a la par.

     ‘‘Ahora existía el cuerpo’’, el dolor, el goce, la duda… y era imposible desoír los sentidos una vez transitados. Así, en ‘Interpretación del entorno’, la Maribel niña despierta a ese modo de acercarse el mundo, a través de las sensaciones que recibe del exterior y no de la razón: ‘‘No le digan nada a la niña / que acaba de ver germinar / el placer de los sentidos / y no puede entender el valor de la cosecha / –granza, ceranda, peje, parva y trilla– / sino con el cuerpo’’.

     Retomando las acepciones de patria, la segunda acepción la encontramos en estos versos de José Emilio Pacheco, donde la patria encuentra las dos caras de la misma moneda: ‘‘No amo mi patria. / […] Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / […] –y tres o cuatro ríos’’. Por un lado, encontramos un concepto político de patria que es rechazado por las connotaciones ideológicas que conlleva; y por el otro vemos una patria personal entendida desde la geografía y desde la gente que la habita, que es a fin de cuentas quien forma y define la patria (y no al revés, como se pretende). Es con esta geografía de lo humano y con esta humanidad de la geografía (personificar el paisaje al reflejarse en él) con la que se siente identificada la autora, lejos de discusiones sobre los colores de un territorio. Es muy consciente por su labor de Licenciada en Filología Portuguesa y por la proximidad de Salamanca con Portugal de que las fronteras no impiden el intercambio cultural.

     En otra de estas citas iniciales, la de Carmen Camacho, se dará una de las claves del poemario. Sabemos que tratará el concepto de la patria personal pero, ¿desde qué punto de vista? ‘‘Miradas más humildes no conozco / ni penas más alegres vi en la vida’’. ¿De quién son estas miradas sino de la gente del medio rural, humilde y sencilla en su complejidad? Como defendía Gloria Fuertes, la poesía ha de ser ese rayo que después de cargar la electricidad necesaria en el cielo la descarga en toda su potencia en la tierra: no se queda vagando entre las nubes acumulando energía inútil. Es este punto de vista, el de los campesinos, molineros o alfareros que ‘‘se han limpiado tantas veces de sangre’’ y que han sentido ‘‘el peso de la pala enferrujada que cava / para sus propios difuntos’’, el que adopta la autora en el poemario.

     Contra el modo de actuar de la ciudad, en la que cuando hay una duda se resuelve en Google, que todo lo sistematiza y archiva, en el campo no se acude a tal banco de información: todo se guarda en la memoria, o se olvida. No se sacan fotografías para congelar un momento, sino que lo memorizan en toda su plenitud. Por ello vemos a ‘‘la abuela […] dibuja(r) con el dedo el mapa en el aire, / insiste en los recodos, tiene que aprenderlo, / tiene que aprenderlo, / tiene que aprenderlo’’. Nadie lo hará por ella. Ya lo advierte la autora: ‘‘Estas mujeres son la memoria / de una vida que no existe / en los mapas del gobierno’’; prueba de ello son la cantidad de romances medievales perdidos por no escuchar estas voces ajadas.

     Por último, en el poemario se hace una defensa de lo propio frente a lo exótico, posicionándose contra las seducciones de los medios de comunicación, que acaban por hacernos desear lo indeseable. En el poema ‘De azul ultramar’, Maribel nos habla desde su ‘‘imaginario de meseta’’ de la infancia recordando cómo le seducían los peces de colores exóticos que aparecían en la televisión. Esto provocaba que, por efecto inverso, ella acabara por odiar a los peces de su pueblo por su vulgaridad (en comparación con los peces de aguas cristalinas) y porque ‘‘pescarlos con anzuelo era muy fácil’’. Tiempo después Maribel llegó a la dura conclusión de que ‘‘era bonito lo que nos era ajeno’’, de lo que se deducen dos cosas. La primera es que valoramos más lo que no vemos todos los días, porque lo sentimos como algo nuevo aun por conocer. Y la segunda es que hasta este poemario Maribel no se había preocupado de ahondar en lo propio, en lo que la conformaba, sino, en sus propias palabras, ‘‘en cómo vivir’’. Mientras que La lentitud del liberto intentaba trazar el crecimiento de las ramas del árbol, Autobús de Fermoselle escarba en sus raíces. Por ello declara: ‘‘por qué no me gustaban los peces de mi pueblo / si esos peces eran hijos de mi mismo suelo’’. Quizá no tuvieran buen sabor ni sus colores fueran los más atractivos, pero eran sus peces. En las palabras de la autora que cierran el poemario: ‘‘Esta es Castilla, / nunca fue la mejor, solo la nuestra’’.

Autobús de Fermoselle

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